Jesús Pardo
Tu casa de eternidad
“Donde está tu verdadera vida”, decían los antiguos egipcios, “es en tu casa de eternidad”, y por “casa de eternidad” ellos entendían “tumba”.
Las tumbas donde más están es en los cementerios, y yo no conozco mejor lugar para pasar mi eternidad que el pejino cementerio de Ciriego, cuyo primer contacto conmigo fue teniendo yo cuatro o cinco años.
A Ciriego me llevaron por primera vez mis tíos, con quienes yo vivía, un Día de Difuntos, y allí rezamos los tres a nuestros muertos a la luz de dos grandes farolas metálicas, muy usadas, que el taxista nos hincó en nuestro panteón, a pesar de que no hacían falta, pues era pleno día.
La visita se repetiría año tras año, hasta que estalló la guerra civil. Vieja costumbre montañesa debía ser ésta, y yo, sin duda, participé en sus últimos coleteos.
Esas fueron mis primeras visitas a Ciriego, y la última de todas tuvo lugar tres años hace, cuando hube de renovar la perpetuidad de nuestro panteón.
Perpetuidad, en jerga administrativa, quiere decir cien años, y justo por entonces terminaba el primer centenario de su compra por mi abuelo Leopoldo, cuya calle está todavía junto al Hotel Bahía.
“Hermosa finca”, me lo ponderó el director del cementerio, al mostrarme el panteón Pardo, de patricio y holgado aspecto, y yo y mi mujer aprovechamos la circunstancia para acotarnos allí un rinconcito muy halladero, y con preciosas vistas al mar.
Yo siempre he pensado que la carne pejina donde mejor se enmohece, y hasta mejor apesta, es en tierra pejina, y nadie podrá demostrarme lo contrario.
Peregrina y feliz me ha parecido la idea de hacer un libro de cuentos sobre mi viejo Ciriego, y me alegra mucho participar en él, aunque sólo sea liminarmente.
Libros de cuentos sobre cementerios debe de haber muy pocos, y sobre el de Ciriego tengo entendido que hasta ahora no había ninguno. Feliz peregrinación le deseo de todo corazón a éste, pues para mí ha sido un auténtico campanazo mnemónico: al irme de Santander, a los veintiún años, perdí de vista a Ciriego hasta hace unos meses, aunque persistiese en visitar mi memoria de vez en cuando.
Curioso nombre, Ciriego. Yo pienso si no vendrá de la palabra griega Cyriakós”, que significa señorial, en el sentido propio de Dios Nuestro Señor, y pocos jardines son más propios del Señor que los de los cementerios. La etimología sería perfecta, y al que se extrañase de tal coincidencia cabría preguntarle por qué motivo el pejino cuévano se dice en griego kófanos.
También podría ser palabra pejina, pues en nuestra habla cirio significa perder el tiempo, estarse parado, y Ciriego, como buen cementerio que es, parece sitio ideal para tumbarse a la bartola y quedarse indiferente bajo el halago del sol; pocos lugares hay más aptos que los cementerios para esa especie de holganza, que, por cierto, en pejino se dice solecer, tomar el sol, verbo éste que no se encuentra en ninguna otra habla ibérica.
En una palabra, me congratulo de que se publique en nuestra tierra el libro titulado Los que duermen juntos, y que se trate, nada menos, de un libro de cuentos, pues el cuento, como género literario, ha florecido muy poco en nuestra cultura, casi diría yo nada. Cuento y novela son subgéneros muy distintos dentro del género narrativo, y raro es que grandes novelistas sean también grandes cuentistas: Maupassant, por ejemplo, posiblemente el más grande cuentista de la literatura europea, era mediocre novelista: sus dos intentos novelescos quedaron en cuentos artificialmente largos; y podríamos citar a muchos escritores más de la misma o parecida talla.
De modo que mi consejo a los audaces co-autores de este libro es que sigan por este camino, ya que tan bien lo han iniciado, y avisarles de que la próxima vez que se lancen a co-escribir un libro de cuentos cuenten conmigo.
Algún día dormiremos todos juntos en un lugar señorial llamado Ciriego, muy propio para solecer cántabramente durante nuestra egipcia eternidad póstuma.
A 29 de marzo del 2010.
in partibus infidelium
Foto: Bruno Moreno