Sin duda, el arte no valía nada. El arte era incapaz de cambiar el mundo y el mundo en nosotros. El arte era incapaz de detener su camino hacia un desastre que nos negábamos a ver. El arte era incapaz de volver buenos a los malos. El arte era incapaz de contraponerse a los poderes asesinos, de derribar un orden en el que las finanzas decidían ferozmente el valor de todo, y de levantar a los pueblos sometidos a las más infames tiranías. El arte se revelaba impotente para conjurar el odio, la venganza, el resentimiento y todas las pasiones tristes que prosperaban en nuestra época y que lentamente pervertían nuestras mentes. El arte no conseguía defendernos de esa fealdad que nos rodeaba y nos penetraba, ni a apartarnos de las diversiones mediocres que envilecían nuestros corazones. El arte no podía nada contra el hecho de que vivir dolía.
Había, sin embargo, algo seguro: a veces el arte añadía a nuestras alegrías y nuestro deseo de vivir, a veces desafiaba soberanamente a la muerte o implacablemente nos la recordaba, a veces aguzaba nuestro rechazo de un mundo que formateaba tanto nuestros cuerpos como nuestras almas, a veces exaltaba nuestro gusto de lo imposible cuando nos intimaban a no esperarlo y reanimaba nuestro gusto de lo inútil cuando por todas partes prevalecía el espíritu de lo útil, a veces hacía aflorar nuestro deseo inquebrantable de soñar y de ser libres sin el cual no podíamos vivir, y nos devolvía el gusto olvidado de los colores tan amados en la infancia, el rojo sobre todo, el gusto de las figuras y los objetos, de su materia y su luz, de la belleza de las cosas regaladas y simples que estaban en este mundo y que no sabíamos ver.
Sin duda, el arte no vale nada, pero nada es tan valioso como el arte.
Traducción: Marta Cerezales Laforet
