Categoría: Lecturas

De escritor a escritora: Francisco Taboada escribe sobre la novela de Patricia Rodríguez ‘Pinar, piscina, plenilunio’

Un libro hermoso, tanto como pueda serlo una bomba repleta de cables de colores con la cuenta atrás activada

Patricia Rodríguez
Fotografía de Francisco Taboada
Francisco Taboada

Pinar, piscina, plenilunio, de Patricia Rodríguez (Valladolid, 1975) es un libro hermoso, tanto como pueda serlo una bomba repleta de cables de colores con la cuenta atrás activada. Su precisión analítica, su belleza formal, su poética corrosiva, no dan tregua en un ajuste de cuentas con y contra esa generación española de postguerra que en los años 80 intentó huir de la realidad agobiante de las ciudades hacia unas pretenciosas urbanizaciones rurales veraniegas que pondrían en evidencia todas sus imperfecciones. Burgueses que perseguían el sueño impostado de las películas americanas, con su parcela de tierra acotada, su piscina deslumbrante y la casa de diseño personal e intransferible; rodeados por una Naturaleza de la que se protegían con barreras artificiales que remarcaban sus deseos de propiedad, estatus, lejanía, sin sospechar que sus aspiraciones efímeras estaban destinadas a un abandono triste, patético. Nada de eso quedaría para el futuro porque ellos no llevaron nada, solo cosas,  aire viciado y mentiras.

      Dividida en tres partes, tiene a la Infancia como juez implacable de todas las acciones. Comienza con un grupo de niños prepúberes que viven con plenitud la libertad que otorga el verano, las bicicletas, la aventura permanente, el descubrimiento de las claves de la existencia. Narrada en primera persona del plural, alterna el Nosotros y el Nosotras para destacar el contraste entre su pureza, que están a punto de abandonar, y la turbiedad de los Adultos, que les ofrecen un panorama nada deseable y sin embargo inevitable porque se abalanza sobre ellos. Temen que acabarán convertidos en sus padres porque “hacerse mayor es eso, la pérdida progresiva de capacidades para existir adecuadamente”, y por eso se aferran a su ingenuidad como la última tabla de salvación. La adultez es lo oculto, lo real, lo irremediable, todo lo que esconde el Pinar donde habitan sus miedos. Se saben frágiles, pequeños, pero dotados para las interpretaciones maravillosas que están destinados a perder. Hay un constante reproche hacia sus padres, que los protegen físicamente pero no les están legando el soporte moral que necesitan para enfrentarse a la intemperie de la sociedad en la que viven. Cada verano que pasan allí no los fortalece, los debilita, deben vivir con intensidad y al regresar a la ciudad y a sus clases dejan allí el cadáver de ese año, una versión completa de sí mismos que ya no reconocerán cuando vuelvan.

    En la segunda parte, Piscina, narrada en primera persona por una mujer adinerada que recibe a sus vecinos para conocerlos e inaugurar su casa, encontramos la raíz del mal del que se nos prevenía en la primera parte. Eso son, eso somos, los adultos, seres vulnerables que se esconden detrás de máscaras que los representan y a la vez los suplantan. Nada es natural, todo son convenciones, reflejos en el espejo distorsionado de cada persona, que confunde lo que refleja con lo que es. Fachadas, como las de sus casas, con diseños arquitectónicos llenos de errores de interpretación que convierten en un laberinto lo que debió ser diáfano pero no lo es porque su realización fue delegada. Ellos son la sociedad, no hay escapatoria, deben ser retratados como grotescos con el humor amargo de la narradora. Además, la peripecia en la que se desenvuelven, su encierro provisional, se la atribuyen a los niños con una desfachatez que raya en lo simbólico. La prosa se vuelve entonces alambicada, con una sintaxis claustrofóbica: “la mirada del adulto mide la bondad de sus sentimientos como algo imposible de preservar… es el desencanto de crecer y extinguir la vocación innata para el amor con la que empezamos a vivir”. La Infancia, de nuevo, como referente, el lugar que no debimos abandonar, el tambor de hojalata que aún resuena en nuestra memoria dañada.

   La tercera parte, Plenilunio, como era de esperar, se dedica a las consecuencias. La que narra los hechos es ahora una mujer de mediana edad, una de las niñas de la primera parte, varias décadas después, en un ambiente que roza la distopía. Un enigmático Departamento de Activación Civil intenta controlar la decadencia de una urbanización donde sobreviven ella, un vecino huraño y algunos ocupas que se esconden para no ser detenidos. En la ciudad, que “ya no es algo reconocible”, solo hay protestas e intentos de sublevación; en la urbanización aislada faltan el agua, los suministros, la electricidad y sobre todo la compañía. El único punto de contacto con la realidad es un chatarrero itinerante que vende de todo a precios desorbitantes o haciendo trueque. El odio, el temor, la soledad del campo y la Naturaleza recuperando lo que es suyo: “Los ladrillos rojos se desmigan como si tuvieran prisa por volver a ser arcilla”. El sueño burgués convertido en pesadilla.

   Pinar, piscina, plenilunio, de Patricia Rodríguez, es un libro suculento, intenso, repleto de sugerencias que ilustran y advierten. Cumple la función que en sus páginas reprocha a los adultos: “Es mejor no indagar sobre las creencias que adquirimos sin base alguna de conocimiento a menos que estemos dispuestos a abandonarlas”, pero no es nada halagüeño, y por eso retrata con precisión el mundo actual: “Imagino un futuro en el que ciertos hechos demostrados científicamente se confundirán con las supersticiones.” En suma, un libro destacable de primorosa factura.

Francisco Taboada

Mussolini, juicio y retractación: la retirada del militar más laureado de Estados Unidos

Butler, cuando era general de brigada en 1922.

“Dejó el servicio activo en octubre de 1931, como tenía decidido antes del incidente que llevó a su arresto: en enero de ese año dijo que Mussolini era de esos conductores que se dan a la fuga cuando atropellan a alguien. Hay que admitir que ahí no estuvo muy fino: Mussolini era más bien de los que cuando pilla accidentalmente a alguien detiene el coche, se apea y lo remata a tiros. Pero a Butler no lo empapelaron por este error de apreciación, sino por insultar a un político extranjero amigo, muy querido por la Administración estadounidense: nunca se recuerda lo suficiente que Mussolini y Hitler llegaron al poder con la complacencia de buena parte de los dirigentes occidentales, incluyendo por supuesto a los de los países que luego les enfrentaron en la contienda mundial. Arrestaron al general y le abrieron consejo de guerra por orden del presidente Hoover. Hubo problemas para formar el consejo, porque no abundaban los militares de su graduación, y negociaron: al final no llegó a celebrarse a cambio de que Butler se retractara públicamente.”

Jesús Ortiz Pérez del Molino. Prólogo de ‘La guerra es una estafa’

La muerte de Baudelaire, Crénom! y los francos que cuesta la permanente de las señoras

Victor Noir

“Durante el verano, su estado empeora. Baudelaire ya no dice «no» sino «Crénom!», una interjección que nadie comprende. Tendido en su lecho, profiere una y otra vez esa palabra enigmática, «Crénom!», mientras todos se hacen cruces. ¿Crénom? ¿Será un compuesto de craie, «tiza», y de nom, «nombre»? En su momento postrero, ¿juzgará el poeta que ha escrito su nombre en el encerado de la Historia, y que el tiempo no tardará en borrar esa escritura efímera con su mano inclemente?

Sea como fuere, la mañana del 31 de agosto entra en su agonía y se le administran los últimos sacramentos. Baudelaire ha muerto aunque sólo sea para demostrar que estaba vivo, y tras un servicio fúnebre en la iglesia de Saint-Honoré-d’Eylau el cortejo toma el camino de Montparnasse. Entre los asistentes al sepelio hay unos pocos amigos y admiradores: Verlaine, Fantin-Latour, Manet… Del Ministerio de Instrucción y la Sociedad de Letras, nada. El cielo de París se oscurece a ojos vista y los asistentes se apresuran a dispersarse en busca de refugio. Llueve en la tumba de Baudelaire, pero no una lluvia fina y melancólica sino un furioso aguacero, de esos que las señoronas calculan en francos por el estropicio en la permanente.”

Gabriel Insausti. En la ciudad dormida.

Duchamp puso final a la historia del arte: ‘La caja verde de Duchamp’, de Antonio Orihuela

Hubo un momento, excesivo, homérico, como los que le eran propio a Duchamp, en que el artista declaró que con él la Historia del Arte había acabado, nada más había que decir. Así que Duchamp se retiró y dedicó el resto de su vida a jugar el ajedrez, cuyas posibilidades infinitivas, al parecer, superaban a las de la pintura, la escultura y el ready-made. Por detrás de Duchamp, obviamente el arte siguió produciendo bellas y sugerentes creaciones, pero la idea de un autor que cierra la habitación de la creación y todo queda tras de sí es fascinante. De ello va el libro de Antonio Orihuela, ‘La caja verde de Duchamp’, y del arte anterior y su simbolismo, hasta la llegada de Duchamp y el final del ajedrez.

En 1912, Marcel Duchamp ideó La Caja Verde, un receptáculo donde guardaba pequeños trozos de papel con las ideas que ocasionalmente le asaltaban; resortes destinados a activar la mente y que son propiedad de todos y están por todas partes, para quien los sabe ver e interpretar, encarnados en ruidos secretos, pinturas, poemas o en cualquier montón de basura juntada al azar, porque el pensamiento creador no se agota en el objeto sino que se prolonga más allá del lenguaje como arqueología del sentimiento, como teatro de la memoria y escenas de la mente. Antes de llegar a Duchamp, Orihuela se remonta por la historia de las imágenes y diserta sobre Masaccio, Caravaggio, las cámaras de objetos de coleccionista y otros muchos hitos de la Historia del Arte y sus fascinantes protagonistas.

John Dee, astrólogo de Isabel I: Introducción al lenguaje enoquiano

“Podemos reconstruir la atmósfera que rodeaba los trabajos de Parsons a partir de las referencias al ritual y a otros aspectos del mundo oculto en el que participaba tan ardientemente. Por ejemplo el sistema enoquiano al que se refiere Parsons es una forma de magia fundada, no por el profeta Enoc, sino por el doctor John Dee y por sir Edward Kelley en la Inglaterra del siglo XVI. La magia enoquiana no es de naturaleza sexual; de hecho sus fundadores isabelinos rechazaron expresamente acusaciones de inmoralidad sexual.

John Dee nació el 13 de julio de 1527 en Mortlake, Inglaterra, un pueblo pequeño junto al Támesis en las afueras de Londres. Dee era un chico brillante, que entró en la universidad a los 15 años. Formó una gran biblioteca privada en su casa, y llegó a ser muy competente en varias ciencias como las matemáticas, la navegación (que en gran parte aprendió de primera mano mientras viajaba por el mundo), astronomía, óptica y cartografía. También estudió ciencias herméticas y se le nombró astrólogo real de la reina Isabel I.

La reina Mary lo envió a prisión después de que le dibujara un horóscopo desfavorable, que ella le había pedido. Isabel lo perdonó y además de sus deberes sobrenaturales también sirvió como agente de espionaje, que firmaba sus comunicados secretos para la reina como 007. Parece que desarrolló cierto sentido de deber esotérico hacia la persona o la posición de Isabel, porque hay pruebas de que la adoraba como la diosa egipcia Isis. Su ‘deber esotérico’ podría incluso haber incluido el uso de la fórmula famosa INRI, la ‘palabra clave’ que se usaba en la magia de Crowley, en una de sus múltiples variantes.

Alfabeto enoquiano.

Dee se casó relativamente tarde, en 1574, cuando tenía 47 años. La historia no registra el nombre de su mujer, que murió al año siguiente. Volvió a casarse, esta vez con una tal Jane Fromond, una de las damas de honor de la reina. Los estudios de Dee continuaron, y hacia 1581 sintió que había agotado todas las fuentes conocidas de sabiduría mundana y que el ínico modo de continuar con su búsqueda de conocimiento era volverse hacia lo sobrenatural.

Dee era un hombre pío, un buen cristiano, miembro de la Iglesia de Inglaterra. Admiraba a Enoc, el primer hombre tras la caída del que se dice que había caminado con Dios. De acuerdo con la tradición, Enoc era autor de varios libros apócrifos, en los que habría escrito lo que aprendió durante esos paseos. Estos libros perdidos de hecho eran pseudoepigráficos es decir, no escritos por Enoc, pero Dee ansiaba encontrarlos y se propuso lograrlo con la ayuda de los ángeles.

Rezó a Dios: “He leído muchas veces en Tus libros que Enoc disfrutaba con frecuencia de Tu favor y conversación; que Tú le eras familiar a Moisés; y también que a Abraham, Isaac y Jacob, Josué, Gedeón, Esdras, Daniel, Tobías y varios otros les fueron enviados ángeles por disposición Tuya, para instruirlos, informarlos, ayudarlos, en asuntos mundanos y domésticos, y a veces para satisfacer sus deseos, dudas y preguntas sobre Tu Secreto”.

Dee adquirió varias piedras mágicas, bolas de cristal de distintos orígenes para practicar la videncia. Pero por mucho que se empeñó no pudo hacerlo, porque era un pensador demasiado lógico y su mente racional resistía todos los intentos de imponerle un estado de trance. Así que decidió que le hacía falta un colaborador y contrató los servicios de Edward Kelley, que hab.a cambiado su nombre original, Talbott. Kelley ten.a reputación de alquimista; se decía que había obtenido oro en una ocasión. También parece que era un timador…”

John Carter. Sexo y cohetes. Traducción: Jesús Ortiz Pérez del Molino.

Jack Parsons: de inventar la propulsión a chorro a ser el vicario en EEUU de la Ordo Templi Orientis

“Parsons concluyó los estadounidenses, que aseguraban amar la libertad, en realidad la temían, la
odiaban y querían neutralizarla con leyes cada vez más tiránicas. Habían entregado voluntariamente su libertad a «curas mentirosos, jueces confabuladores, policías chantajistas» y otros servidores de la tiranía, escribió en 1946. Pero John Parsons, el pionero de la propulsión a chorro, ya se había convertido para entonces en Jack Parsons, mago sexual, tras haber descubierto y haberse alistado en la Ordo Templi Orientis (OTO).”

Robert Anton Wilson, traducido por Jesús Ortiz Pérez del Molino

La exploración de los límites de la dignidad, en ‘La enfermedad’, de Klabund

El escritor Ricardo Martínez Llorca dedica, en la revista Culturamas, una crítica a la obra ‘La enfermedad’, de Klabund. Os dejamos una cita y un enlace a la publicación digital.

Un extraño grupo de gente se reúne en una pensión, como se reunieron, aunque en diferente escala, los protagonistas de La montaña mágica. Y así se da origen a algo que está trazado con el formato del cuento largo o de la novela corta, pero que bien podríamos catalogar como teatro de situación. De hecho, hay un ligero guiño metanarrativo, pues dentro de la obra algunos de los protagonistas se disponen a participar en una obra de teatro, y otros a ser espectadores. Se nos indica, de alguna manera, que ellos son conscientes de formar parte esencial, tan esencial como es la creación de personajes, de una obra. Y el tema de esta obra es una exploración acerca de los límites de la dignidad. Entendiendo por dignidad un atributo social: la dignidad se demuestra manteniendo una compostura en un entorno y en unas circunstancias, que pueden ser tan tristes como una tuberculosis.

Ricardo Martinez Llorca. Culturamas

Libación de una herida: un fragmento de ‘Pinar, piscina, plenilunio’, de Patricia Rodríguez

En la cocina, encuentro al hombre que sostenía el vaso de güisqui con gesto demostrativo. Está haciendo algo en el fregadero. En una mano sostiene un cuchillo pero no veo qué es lo sostiene con la otra. Con la cabeza baja, concentra toda su atención en lo que está manipulando. Pero no me fijo en lo que es porque veo, sobre todo, su pelo negro rizado y un poco largo. Es una especie de mancha vacía o una interferencia, como si estuviera hecho de un material que absorbe demasiada luz. 

Esta anomalía óptica interrumpe la continuidad de todas las cosas con las que limita en el plano visual. Es una incisión en la consistencia que suele tener la realidad. No hay nada así de negro en nuestra naturaleza más inmediata, los bosques que nos rodean tiene otra densidad, el cielo nocturno está lleno de perforaciones diminutas que le dan una textura gaseosa, quizás se parezca a la brea.

Está pelando uno de los limones que hay al lado de la bolsa de hielo de la gasolinera. Sus manos se elevan sobre el fregadero a medida que la espiral de la cáscara se hace más larga. Está intentando sacarla entera, sin romperla. 

Parece a punto de lograrlo pero algo interrumpe su concentración, o la mano se le resbala sobre el limón mojado porque lo suelta y el ruido metálico del cuchillo estalla contra el fregadero de acero inoxidable. Se ha cortado. Una hebra de sangre aparece en el dedo índice de su mano izquierda. Me acerco para examinar la herida y le sujeto la mano por la muñeca. Él sigue sin cambiar su gesto de dolor pequeño con un poco de vergüenza contraída. Hago lo mismo que haría si fuera un niño quien se hubiera cortado. Le limpio la sangre chupándole el dedo. 

Está un poco borracho y tarda en darse cuenta de que estoy libando su herida. Retira la mano y me mira como si estuviera loca, luego entiende que es otra cosa. Me toca la cara. Una mano a cada lado de la mandíbula. Aprieta mis mejillas con la fuerza suficiente para hacer que se me despeguen los labios. Si su dedo sigue sangrando va a mancharme la cara. Cierra su boca contra la mía y acepta el mensaje. En eso consiste, ha sabido interpretarlo. 

«¿Por qué estabas pelando un limón?»

«No quería la fruta, quería su cáscara».

Pinar, piscina, plenilunio. Patricia Rodríguez

 

Tres ‘microorganismos’ del próximo libro de Ángela Mallén

Os dejamos tres aforismos, a modo de microorganismos benefactores, extraídos del libro de Ángela Mallén, que tendremos a la venta a partir del 19 de septiembre. El libro, callado está dicho, se titula ‘Microorganismo’.

 Con el tiempo, la memoria pasa de ser una sala de máquinas a una caja de sorpresas.

* * *

La bondad es una naturaleza. El bien es una opción.

* * *

La verdad está más cerca de la incertidumbre que de la certeza. 

Microorganismos, de Ángela Mallén

De las muchas Venecias, por Rafael Manrique

El Festival de Venecia, que se celebra estos días en la Serenissima, vuelve a traer a la palestra una ciudad que es, como define Rafael Manrique, nuestro autor de En Venecia, una obra maestra. Nada en el mundo se le parece, nada en el mundo es más bello. Una ciudad salida de la mano del hombre, que no estaba en la naturaleza, pero que es naturaleza si el hombre la construyó. Una ciudad que, como los grandes héroes del pasado, no está llamada a perdurar.

Os dejamos un fragmento de su libro:

Es inexacto usar aquí el singular, más propio sería hablar de Venecias: una fantasmal, otra real, otra histórica, otra literaria, otra imaginaria, otra delirante, otra condenada…; tal vez por eso es inagotable. Se puede saltar de una a otra. Y todas son completas y raras y capaces de resonar con eficacia en eso que sea el alma humana. Nunca creo haberla comprendido, a Venecia, digo; al alma, aún menos. Y nunca tengo bastante como para no desear volver una y otra vez. Es lo que pasa con las obras maestras, siempre están por delante de uno. Y, aunque se encuentra en declive desde hace ya cientos de años, conserva intacto su encanto delicado, frágil y bello. Supongo que es su excepcionalidad lo que la hace tan conmovedora, lo que me ata a ella. O tal vez sea esa debilidad, esa fragilidad que ahora tiene. Su belleza deslumbrante la aleja de nosotros, pero su vulnerabilidad la acerca. Es una ciudad que produce más sensaciones de las que se pueden gestionar. Las calles, las plazas, las iglesias, los palacios están hechos de una mezcla coherente y armónica de mármoles de varias tonalidades y bellos ladrillos rojos…; y, sobre todo, canales. Y puentes. Ha habido más lugares así. Dicen las crónicas que Tenochtitlán, la capital azteca que vieron los españoles al llegar al Nuevo Mundo, también era muy hermosa. Viajeros por China describieron también ciudades con canales y bellos edificios. Lo que la diferencia de ellas es que a esta resulta fácil acceder. Las otras ya no existen. Dejando al margen este crudo realismo, lo que nos conmueve aquí es la acumulación en una laguna, donde el mar Adriático forma una elegante media luna con Europa, de estilos arquitectónicos y urbanísticos entre oriental, occidental, mítico y poético de una belleza inefable. De ahí surge una ciudad distinta a todas. La atmósfera, el ambiente no es el del Estambul otomano e islámico ni el de las viejas ciudades europeas medievales o monumentales, siempre con una referencia final a Roma. 

Es una ciudad que produce más sensaciones de las que se pueden gestionar

Rafael Manrique, En Venecia
En Venecia, de Rafael Manrique.

Una clase social que empieza a sentirse segura, poderosa y rica va creando un tipo de ciudad que más bien se vincula con Bizancio o, más exactamente, a una forma idealizada de ella, más imaginaria que real. El resultado es que Venecia posee elementos bizantinos, romanos, medievales, barrocos, renacentistas, incluso los siglos XX y XXI empiezan a asomarse a sus canales, lo que contribuye aún más a esa mezcla fantásticamente acertada que es esta ciudad. Es como si, de forma invisible pero real, contuviera la esencia de toda ciudad humana.

Carnaval de Venecia. © Frank Kovalchek, Anchorage, Alaska, USA
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