¿Quién es B?
Erik Weisz, el escapista; Doctorow y su cementerio sin muertos, Karl Wallenda y el relámpago de lucidez antes de caer de la cuerda, un hombre que deambula con una cabeza en un cubo, una mujer que porta un feto en su bolso… ‘Morir significa, simplemente, mudarse a una casa más bella’. ¿Quién nos habla así? ¿Quién se dirige al lector de esta manera? ¿En qué mundo habita quien ha hecho de la muerte una compañía omnipresente que rige sus pasos entre seres alucinados, violencia y caos existencial? ¿En qué nos convertimos nosotros, lectores, sus testigos?
Éstas son algunas de las preguntas que nos asaltan ante la lectura de B, una extraña confesión -que juega con los límites de la prosa y el verso- acerca de lo fragmentario, fugaz e irreal de los propios actos de nuestra vida. Personajes en el filo de la conciencia, con un único tema, la muerte, transitan por este libro con el objetivo de arrastrarnos hasta su propio mundo, hasta su propia miseria.
B es una obra inclasificable. Es narrativa y es poesía, es un conjunto de relatos y al tiempo una novela corta, es una narración coherente y del mismo modo deliberadamente caótica y fragmentada, es violenta y es reflexiva, es un no ser mediante el ser y viceversa, un texto que trasciende a la mera narración de hechos y que expone una cosmogonía existencial y pesimista del albedrío humano y la felicidad como empresa baldía.
Nada nos dice el escritor y crítico Alberto Santamaría de su criatura, el protagonista de esta aventura alucinatoria; sólo apunta que muy bien pudiera llamarse B, como en la cita de Warhol que abre su relato, pero que también pudiera ser cualquier de nosotros, sus lectores. Aunque si hubiera que señalar un protagonista, más allá del caleidoscópico trasiego de personajes, habría que hablar de la muerte y su hermana la destrucción. ‘La destrucción es siempre el principio de algo’, rumia en su interior uno de sus personajes. ‘Estar en la cuerda floja es vivir. Todo lo demás es esperar’, afirma otro rememorando la pequeña figura del funambulista Karl Wallenda cayendo al vacío.
Haciendo uso del monólogo interior, y con una puntuación y sintaxis muy personales, Santamaría pone en boca, o mente, de sus criaturas palabras como dardos, heridas por una bala, como en la pierna de ese misterioso B que nunca se desvela pero sí se manifiesta por sus andanzas, en las que parece llevar al lector de la mano, cautivado por la magia de la escritura, por la fascinación del abismo. Caleidoscópica, con vaivenes temporales, inmersa en una estética industrial y feísta, aquejada de neurosis y mitomanía, B recuerda al mejor Palahniuk, al irónico Cohen, al desesperado Döblin.
No es sin embargo, una narración exenta de humor, como en el relato –uno de los muchos introducidos a modo de digresión en el sarcófago del texto- en el que describe el síndrome de la plaza 137c, una de las muchas aventuras de un hermano psicópata que sólo se explica por la violencia. Pero el humor está teñido de desesperación y es el único arma –esta sí, metafórica– con que enfrentarse a un mundo dueño de las vidas de los que lo habitan. El humor es entonces el salvavidas de lo grotesco –‘Ella sostiene como un pequeño triunfo el semen de cerdo en la mano’–, la tabla de salvación, la cuerda de la que cae un Wallenda que no quiere vivir esperando.
Este libro fragmentado con el que El Desvelo inicia su andadura editorial es a su vez un primer volumen, al que seguirán sucesivas entregas hasta completar finalmente el mosaico. Con autonomía pero interrelacionados, esta obra se cita a sí misma en cada entrega, siendo la intertextualidad una de sus claves estilísticas. Intertextualidad –en la que no quedan excluidos fragmentos de libros, citas y noticias de prensa-, la dualidad del hombre en lucha consigo mismo, la crueldad de los niños con un insecto, el surrealismo –‘Mi hermano se encuentra una cabeza rodando como un balón en mitad de una carretera desierta’–, la ausencia de toda esperanza –‘Pasemos a cuando no estoy muerto pero tengo los ojos cerrados’– yendo y viniendo de un futuro inexistente a una infancia cuyos recuerdos están monstruosamente deformados. ‘God is Dog’, la paternidad, o ausencia de la paternidad, la muerte o la no-vida del nasciturus, el olor a gasolina que emana de las páginas del libro, el azar en la muerte violenta ante la irresponsabilidad de la existencia, la ausencia de causalidad en un mundo sin dios.
Alberto Santamaría no explica, muestra. El libro, en cualquier de sus fragmentos, en sí mismo con respecto a las siguientes entregas, es autosuficiente. Quien quiera adentrarse en él podrá hacerlo. Pero habrá que hacerle una advertencia. Deberá bastarse a sí mismo, y como B, dejarse llevar por sus páginas a la espera de encontrar una casa más bella que la propia vida.
Prefacio B. Mada Martínez
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