“La imagen del San Miguel venciendo al demonio estaba en la sala donde mi abuela y su hermana, ésta dos años mayor y soltera, tenían el piano, donde recibíamos las clases de solfeo que yo no soportaría. Se trataba de una talla dieciochesca del arcángel San Miguel levantando su es- pada para decapitar el demonio, un ángel polícromo que se elevaba sobre un pedestal de madera con basamento y plinto de mármol, en el rincón de la salita inmediato al piano, quedando la figura del diablo abatido justo a la al- tura del teclado, partituras y asiento. Un demonio cobrizo horrorizado ante la sobriedad justiciera del santo.
Una talla de buen porte y medidas, que llevaba medio siglo junto al piano de pared situado en una abigarrada salita, donde pasaba algunos de mis mediodías y muchas tardes de la primera infancia, de esa primerísima infancia de la que no te acuerdas de casi nada, aun- que de esto sí.
El San Miguel era una imagen en madera policromada del barroco tardío, obra del padre de mi tatarabuelo, ambos doradores en la plena tradición castellana, oriundos de Galicia donde germinaron los mejores imagineros, hijos de sus bosques. Mi tatarabuelo, siendo abogado, doraba retablos, algunos importantes, y era el padre de mi bisabuela Laurentina, señora señorona que había regido el gineceo que fue nuestro hogar durante casi tres generaciones, una familia en la que la mayoría eran mujeres, y que residían en un inmenso caserón a la sombra misma de la catedral de la ciudad.
Yo era un niño muy niño y me obligaban a estudiar solfeo y piano en casa de mis abuelas, asunto que no me gustaba nada. Parte de mi vida trascurría en aquel saloncito del piano con este San Miguel de compañero, y la imagen del diablo sufriendo. Mi encantadora tía-abuela trataba de introducirme en el mundo de la música pretendiendo el éxito que había tenido con mi hermana mayor, y no así con el resto de mis hermanos. Fue un inten- to vano, yo era un niño, aunque inquieto, muy vago. El solfeo me resultaba incomprensible, y el piano un esfuerzo excesivo para mis escasas energías, pues nací enfermo y siempre fui un niño débil y algo enclenque. No sopor- taba las clases de música por más que me llevaba muy bien con mi tía-abuela, que era todo cariño y ponía su mejor empeño en esta musical docencia.
Los pentagramas me horrorizaban. Ni las fusas, ni las semifusas, ni las corcheas y semicorcheas. Aquello era un lío, una complicación. La música no era un juego, requería mucha disciplina. El esfuerzo me superaba y, ya en- tonces, cualquier labor práctica me fastidiaba. No entendía la clave de Sol ni la de Fa. Las clases de piano todavía las soportaba, pero el solfeo era matemática oscura, era pura abstracción. Ni que decir tiene, que si con esa edad no tenía uso de razón, mucho menos de abstracción. De concentración, ni hablamos.
Quizás en algún momento prosperé en mi aprendiza- je, no lo recuerdo bien. Sé que conseguí interpretar algunas mazurcas de Chopin, músico al que no le tengo mayor simpatía, como tampoco a Liszt, del que aprendí su Sueño de Amor, también el Ave María de Schubert (éste romántico sí que me cae bien), la graciosa Marcha Turca de la alegría de la fiesta que es Mozart, y otras piezas que –facilitadas para niños– suponían el repertorio que estudiábamos en el cuaderno de Maestros de la Juventud, junto al imprescindible manual para jóvenes pianistas que era Le Carpentier, de obligado estudio en toda iniciación.”