1
Me gustaría decir que pasó todo tan deprisa que no me enteré de nada. Que perdí el conocimiento. Que las hormonas secretadas por las glándulas de mi cuerpo me suministraron una anestesia infalible e inmediata. Pero no fue así. Fui bien consciente de la colisión. Percibí el impacto con los cinco sentidos. Sufrí un dolor apenas descriptible. Noté la fractura de los huesos, la carne desgarrándose. Hubo una lluvia de cristales y una sinfonía de ruidos de desguace. Los fatídicos instantes no se caracterizaron por su fugacidad. El tiempo, más bien, pareció dilatarse. Hubiera jurado que transcurrieron meses o años en vez de segundos.
No era yo quien conducía. Estaba sentada en el asiento del copiloto. Mi compañera de clase Julia Wallace iba al volante. Julia murió en el acto. No sé si la suerte la tuvo ella o si la tuve yo.
Quedé atrapada en un amasijo de hierro, sin saber si la sangre que me cubría la cara era mía, o de Julia o una macabra mezcla de la sangre de las dos. Quise gritar. No pude. Quise llorar. Tampoco pude. Y entonces, me desmayé.
Las heridas fueron tan graves que no pudieron salvarme ninguna de las dos piernas. Con las extremidades inferiores parcialmente seccionadas, el equipo médico se encontró el trabajo medio hecho. Al tipo de amputación que a mí me practicaron la llaman «amputación traumática». Es curioso que el término «trauma» signifique tanto golpe físico como impresión terrible. En mi caso, la primera acepción de la palabra abrió paso a la segunda.
Para más señas, una amputación traumática es una amputación de emergencia; es decir, no es una amputación programada que sepas con antelación cuándo va a ocurrir. Cuando me desperté entre vías y batas blancas, ya medía unos cuantos centímetros menos. Aunque encontrarte de sopetón con esa nueva realidad trae consigo una conmoción durísima y deprimente, no quiero pararme a valorar lo que ha de ser conocer de antemano que van a amputarte. Me figuro que el tratamiento preoperatorio será un verdadero infierno. En ocasiones, anticipar el dolor es tan desgarrador como el dolor en sí. Si me preguntaran qué opción escogería yo, no sabría qué contestar. Es igual que esas estúpidas preguntas que te obligan a elegir entre morir por ahogamiento en el agua y morir en un incendio.
Los tejidos blandos de mis piernas quedaron lo suficientemente cercenados como para no poder ser reconstruidos. La regeneración de los nervios hubiese sido inviable. Supongo que contener la hemorragia fue el cometido prioritario de los profesionales que me atendieron en el lugar del accidente. Creo que el proceso consiste en empalmar la vena y la arteria de la zona.
Hay determinadas claves para afrontar estos casos. Lo primero que les enseñan a los estudiantes de medicina es que salvar la vida de la víctima está siempre por encima de intentar preservar una parte de su cuerpo.
Obviamente, sé lo que pasó por lo que después me contaron y por la información que recabé gracias a mis torpes pesquisas sobre los protocolos de actuación en estas situaciones. Además del control del sangrado, el examen de mi función respiratoria debió de ocupar los esfuerzos iniciales de quienes me auxiliaron. Desconozco de qué instrumento específico se valieron para efectuar el corte. No es fácil encontrar los datos más escabrosos en las fuentes de consulta frecuente. Por lo que tengo entendido, la herramienta quirúrgica que suele utilizarse se denomina «sierra oscilante». Es algo parecido a una taladradora con un disco dentado girando a toda pastilla. Tampoco alcanzo a imaginar qué hicieron con los restos orgánicos que no pudieron reimplantarme. ¿Los envolvieron en un retal de tela y después los introdujeron en una bolsa hermética con agua helada? A lo mejor he visto demasiados telefilmes. Estoy convencida de que eso hubiera sido más probable si hubiese perdido una falange, un dedo o algo de esas dimensiones. Hay mucho hueso, músculo y piel entre los dedos de los pies y las pantorrillas. Aun estando en buen estado, unir porciones y fragmentos anatómicos ya es una labor de precisión digna de un especialista en desactivación de artefactos explosivos. De modo que haceos una idea de la dificultad que entraña reparar un desmembramiento cuando la masa perdida reaparece como un revoltijo de ligamentos, haces de fibras y esquirlas óseas.
La piel y algunos pedazos de músculo son generalmente utilizados para recubrir el muñón. En los quirófanos de los hospitales del mundo operan auténticos artistas con indumentaria de carnicero y un brillo sádico en los ojos. Pegar. Soldar. Recomponer. Siempre he pensado que a estos tipos no se les tiene que dar nada mal hacer puzles.
Una vez me presentaron a un chico en la universidad al que le habían extirpado parte de la cara porque un tumor cancerígeno le iba comiendo los carrillos y las mandíbulas. Le habían injertado trozos de sus propias nalgas para rellenar los huecos que le habían dejado en el rostro. Cuando los alumnos se enteraron de dónde provenían los injertos, a sus espaldas comenzaron a llamarlo «caraculo». No es fácil la vida de alguien con un defecto físico. La gente de tu alrededor cuchichea, te radiografía, se gira para observarte detenidamente. Si no es algo con lo que hayas nacido, la adaptación es costosa. Relacionarte con los demás resulta extraño sobre todo al principio. Después, se acaban acostumbrando ellos y te acabas acostumbrando tú. Eso sí, de los ligues y los flirteos puedes despedirte. Dalos por finalizados. ¿Quién va a querer coquetear con alguien que tiene el cuerpo paralizado del cuello para abajo, con alguien sin brazos o con alguien desfigurado por quemaduras y cicatrices? No os escandalicéis si digo que muchos desaprensivos opinan que los lisiados están abocados a emparejarse con otros lisiados, los deformes con otros deformes… Más o menos, esperan que los monstruos se reúnan con los monstruos, dejando libre de aberraciones el panorama amoroso de pretendientes y conquistas. ¿Cómo es esa frase? Sí, ya me acuerdo: «Dios los cría y ellos se juntan».
Lo cierto es que yo tenía éxito con los chicos. Nunca he sido una chica despampanante con medidas de infarto. Pero no voy a pecar de falsa modestia. Tenía mi público. Mis rasgos faciales son bonitos: ojos medianamente rasgados color ámbar, cabello castaño claro y ondulado, labios sensuales. Mi cuerpo no destacaba por ningún atributo en concreto. Tengo los pechos pequeños, el culo no todo lo compacto y firme que debiera, y el torso demasiado delgado. Mis piernas eran un poco zancudas. Sin embargo, ahora mi cuerpo sí que cuenta con un reclamo provocador que llama la atención. Mis facciones dulces y resultonas ya no importan. No importa lo que tengo, sino lo que he dejado de tener. Lo único relevante es lo que me falta. Sorprende hasta qué punto algo ausente puede concentrar tanto interés y ser un imán de todas las miradas. Gusten o disgusten, las anomalías atraen.
Bailar me volvía loca. Literalmente, me soltaba la melena. Era capaz de contonearme con casi cualquier género de música. En las discotecas me sentía la reina de la pista. El alcohol me empujaba a perder mis escasas inhibiciones. No tenía un gran repertorio de pasos. Me bastaba con ponerle un poco de picante a los movimientos de cintura. Bailar era una distracción y un desahogo. Después del percance, se convirtió en una de las cosas que más echaba de menos. Añoraba la libertad, el barullo, la falta de pudor.
La silla de ruedas no generaba excesiva expectación. No había sufrido una lesión medular que me impidiese mover las piernas. Mis piernas, sencillamente, no estaban donde debían estar. Los que están postrados en una silla de ruedas sin haber padecido una amputación no despiertan repulsa o rechazo; producen lástima o, como mucho, compasión. Aunque funcionalmente las limitaciones motoras sean las mismas o muy similares, una cosa es lucir una fisonomía íntegra y otra bien distinta carecer de extremidades. El efecto visual no tiene nada que ver. Por otro lado, ¿de qué manera esconder algo que no puede esconderse, algo que no existe? De las faldas, si eres chica, ya puedes olvidarte. Las perneras de los pantalones evidencian que están vacías. Y colocarte varias mantas puede valer durante los meses más fríos. En verano, el ardid resultaría demasiado sospechoso.
Estoy de acuerdo al cien por cien con ese tópico que dice: «No te das cuenta de lo que tienes hasta que lo pierdes». Yo apreciaba mis tobillos, mis talones o mis uñas pequeñitas y redondeadas de la misma forma en que uno aprecia sus manos o sus riñones. Consideras que van a estar contigo hasta que te mueras. Y eso no está garantizado.
La silla que me compraron mis padres tenía en la parte trasera la inscripción «Amelia Gallagher», como si pudiera extraviarla en un descuido o como si las sillas de ruedas fueran el oscuro objeto de deseo de los amigos de lo ajeno. ¿Acaso podía dejar por ahí tirado el artilugio que me concedía la oportunidad de ir de un sitio a otro? Aquello me hacía sentir ridícula. Me imaginaba a la gente diciendo: «Ahí va esa idiota con la silla etiquetada con su nombre para que puedan devolvérsela en caso de perderla». No me cabe la menor duda de que mis padres lo hicieron con la mejor voluntad. Sin embargo, me desalentó más que ayudarme. Las ayudas. La mayoría de los que te rodean se desviven por ayudarte. Te ofrecen su colaboración para realizar cada tarea. Seguramente consideren que eres frágil como el cristal y que vas a romperte a la primera de cambio. Me acercaban cosas que podía alcanzar. Me abrían la puerta. Me hacían favores que yo no pedía. Y todo con una sonrisa radiante. No era cortesía; era indulgencia, era piedad. No hace falta que ahonde en el asunto. Conocéis de qué forma se trata a los que no disponen de una plena capacidad. Yo me sentía desplazada por no poder desplazarme del modo habitual. Quería sentirme útil. Pese a que pensaba que nunca llegaría a disfrutar de una absoluta autonomía, anhelaba con todas mis fuerzas valerme por mí misma en el mayor número de actividades. Al menos, pretendía que no me viesen como un lastre o un bebé necesitado de atención y de cuidados. Ese sentimiento desolador de dependencia extrema se esfumaría más adelante. Ni en mis sueños más esperanzados había imaginado lo que iba a llegar. No obstante, antes de avanzar acontecimientos, intuyo que lo más conveniente sería volver a alguno de los episodios que me he dejado por el camino.