













Hubo un momento, excesivo, homérico, como los que le eran propio a Duchamp, en que el artista declaró que con él la Historia del Arte había acabado, nada más había que decir. Así que Duchamp se retiró y dedicó el resto de su vida a jugar el ajedrez, cuyas posibilidades infinitivas, al parecer, superaban a las de la pintura, la escultura y el ready-made. Por detrás de Duchamp, obviamente el arte siguió produciendo bellas y sugerentes creaciones, pero la idea de un autor que cierra la habitación de la creación y todo queda tras de sí es fascinante. De ello va el libro de Antonio Orihuela, ‘La caja verde de Duchamp’, y del arte anterior y su simbolismo, hasta la llegada de Duchamp y el final del ajedrez.
En 1912, Marcel Duchamp ideó La Caja Verde, un receptáculo donde guardaba pequeños trozos de papel con las ideas que ocasionalmente le asaltaban; resortes destinados a activar la mente y que son propiedad de todos y están por todas partes, para quien los sabe ver e interpretar, encarnados en ruidos secretos, pinturas, poemas o en cualquier montón de basura juntada al azar, porque el pensamiento creador no se agota en el objeto sino que se prolonga más allá del lenguaje como arqueología del sentimiento, como teatro de la memoria y escenas de la mente. Antes de llegar a Duchamp, Orihuela se remonta por la historia de las imágenes y diserta sobre Masaccio, Caravaggio, las cámaras de objetos de coleccionista y otros muchos hitos de la Historia del Arte y sus fascinantes protagonistas.