
Un día de 1984, un anciano Sándor Márai anota en su diario: «Voluminosos catálogos de editoriales, cada semana uno o dos. Miles y decenas de miles de libros, todos de reciente publicación, cientos y cientos de cada género. Un hartazgo asfixiante. Escribir sólo frases yuxtapuestas. Incluso palabras sueltas. Leer diccionarios. La literatura ha muerto: ¡viva la industria del libro!».
Esa misma idea, la del fin de la Edad de la Literatura, la expuso Germán Gullón en Los mercaderes en el templo de la literatura (Caballo de Troya, 2004), ubicándola en un tiempo concreto en nuestro contexto, alrededor del año 2000, cuando «se produjo un cambio radical en el panorama de las artes: la preferencia del hombre culto se trasladó de lo verbal a lo icónico, lo que vino a empañar un panorama cultural posmoderno ya de por sí confuso». El carácter comercial del libro literario, su valor convertido en precio, la marca registrada que hoy en día es el autor, el libro como objeto de consumo con código de barras, el show business de los premios, eran sólo algunos de los numerosos asuntos que Gullón analizaba con certeros argumentos y una valentía y clarividencia extraordinarios. Y además de modo excepcional, porque el debate en torno a todo ello es inexistente en España, que vive una etapa editorial-empresarial magnífica que, por desgracia, se asienta en un gran conservadurismo artístico, la censura del mercado en palabras del editor André Schiffrin, que va en detrimento en última instancia de la creatividad del escritor.
Así las cosas, Gullón daba un paso adelante en su mirada sociocultural —siempre contundente y real, en ningún caso pesimista per se, ya que «nunca se ha leído tanto, gracias a la distribución de diarios gratis y al éxito de la novela negra y de la ficción histórica»— y concentraba una obra como Una Venus mutilada (Biblioteca Nueva, 2008) en la función de la crítica literaria española actual. Partiendo de una frase de «El método de Sainte-Beuve» de Proust, sobre el estilo periodístico, el catedrático de la Universidad de Ámsterdam abordaba la importancia de «cuidar de que la calidad cultural sea respetada en el espacio público». Un espacio en el que los medios de comunicación necesitan reajustarse para desarrollar una labor que abrace al libro como «uno de los semilleros del pensamiento humano», dado que «se impone la necesidad de que la política empresarial de los órganos culturales responda mejor a su audiencia, y consideren en serio las preferencias de los lectores».
En este sentido, los críticos deberían establecer la diferencia entre las obras de entretenimiento y las literarias, una frontera hoy turbia ante el caudal publicitario, el número de títulos nuevos al mes y lo políticamente correcto —para no herir la susceptibilidad de unos u otros— en el que nos dan gato por liebre continuamente. De este modo, en un ciclo tan regulado de productos culturales, cabe reactivar el modo de respetar lo comercial sin menoscabo de hundir «el legado literario, patrimonio de la humanidad [que] pasa por apuros de subsistencia como espejo válido de las realidades y sueños de la ciudadanía».
Observador infatigable de una sociedad que evita la discusión intelectual verdadera y de una crítica literaria cobarde en sus juicios, denunciador de las hipocresías del mundo universitario y de la parcialidad de los suplementos culturales, Gullón se empeñaba en buscar interlocutores que también pretendieran cuidar a la moribunda Literatura. En este Occidente presuroso de inicios del siglo xxi, hay que intentar su resurrección entre todos, aunque sea difícil encontrar voces hoy que se animen a cuestionar la situación sociocultural que nos rodea. El pesimismo en Occidente tiene mala prensa, y esas voces que no se contentan con lo establecido y lo denuncian mediante artículos o libros son escasas. Si en España Gullón se lanzó a tales tareas, afuera, André Schiffrin expuso su punto de vista al respecto en La edición sin editores (2000) y El control de la palabra (2006).
Más adelante, Schiffrin continuó con su análisis de un ambiente que conoce bien, por su largo paso por las editoriales estadounidenses Pantheon Books y The New Press, pero de una manera tangencial. Se trataba de unas «memorias políticas», como decía el propio autor, en las que se mezclaba una parte netamente biográfica, la más atractiva —la que hablaba de cómo sus padres emigraron a Nueva York— con el recuerdo de su activa participación en asociaciones políticas juveniles en su periodo universitario como «anticomunista prematuro», y su visión final de cómo la globalización se ha «apoderado de la edición mundial».
El modo en que Schiffrin reflexionaba sobre «la nueva ideología del beneficio» que impera en los grandes grupos editoriales es bien conocida, y en estas páginas todo lo que cuenta era muy interesante al respecto de su experiencia personal con Random House y su estupor ante la desaparición de su vieja idea: «El principio clásico de la edición de que los libros de éxito debían subvencionar a los que producían menos dinero». Sin embargo, la explicación de estas «nuevas normas empresariales» y «lo importante que es disponer de medios de comunicación independientes» eran asuntos que el editor parisino ya había tratado, de ahí que lo novedoso para el lector fueran, por un lado, su vida de niño y adolescente francés en el Nueva York de los años cuarenta, su negativa perspectiva de las universidades americanas e inglesas por el otro, e incluso su detallada visión de las políticas gubernamentales americanas en el plano internacional y bélico.
Para los interesados en el macartismo y el espionaje del FBI y la CIA, para los que quisieran saber cómo funcionaba una asociación como la Liga de Estudiantes para la Democracia Industrial, de la que Schiffrin era presidente, Una educación política (Península, 2008) constituía una lectura estimulante. Para los curiosos en saber la forma en que se enseñaba en Estados Unidos, ciertamente pobre en el ámbito de las humanidades, separando la literatura del contexto histórico, y también en Inglaterra (con un programa de estudios abrumador, «un caos»), también el libro ofrecía pasajes iluminadores. Pero, con todo, lo más emocionante era la parte familiar: conocer al padre, Jacques Schiffrin, y el impacto que le suscitó a André la lectura de las cartas que le envió al otro gran André de su vida, su amigo Gide.
Dichas cartas reflejaban el gran dolor que supuso para el fundador de Éditions de la Pléiade tener que emigrar de París ante el acoso nazi y de cómo él y su mujer convirtieron ese peligro en un juego para el chaval, que no fue consciente del enorme sufrimiento que conllevó tal huida. La pobreza, la dificultad de «reconstruir una vida cultural» en Manhattan, el viaje de André a los trece años a Francia en barco a visitar al editor Gaston Gallimard… Sólo la narración de esas experiencias ya justificaba la lectura de un libro poco unitario, algo disperso, pero incuestionablemente atractivo. […]