—¿Entonces usted únicamente ha venido aquí para morir? —dijo el joven alemán que, con las manos metidas en los bolsillos inferiores de su chaleco deportivo color pelo de camello, recorría enervado la habitación y a la par tosía a causa del humazo de los cigarrillos.
—¿Por qué si no? —repuso Sybil que estaba tendida en la cama fumando, delgada y rubia.
—¡Encantadol, ¡encantadol —murmuraba el pequeño japonés, asistente médico en el sanatorio Beau-Rivage ubicado montaña arriba, mientras sostenía al contraluz una escupidera azul que tenía grabada una extraña escala de medición.
—Diez centímetros cúbicos de esputos —dijo sonriendo, bajo el efecto de algún tipo de júbilo interno.
El japonés hablaba alemán y portugués con fluidez. En ocasiones se hacía pasar por portugués. Mantenía unas relaciones secretas con la doncella del cónsul de Portugal. Una suiza gruesa de Berna que tenía el aspecto de haber sido modelada con masilla. En lugar de un cencerro de vaca llevaba en torno a su rollizo cuello un medallón doble que cobijaba el retrato del pequeño japonés – vestido con su traje nacional de seda y repleto de pliegues.
—Antaño solamente amaba a mujeres morenas —dijo el joven alemán mientras, a través de la puerta del balcón, observaba la nieve que la ventisca había traído.
—Mujeres de pelo negro y ojos negros. Eso era cuando tenía diecinueve o veinte años e iba a tientas en la oscuridad. Mas de pronto se hizo la luz. Amé a una mujer de cabellos castaños y ojos de cierva. Después a una pelirroja de ojos casi celestes que parecían de color violeta cuando se iluminaban. Mis amigos se burlaban de mí y decían que además de cabellos rojos tenía también los ojos rojos, y que por tanto yo amaba a un conejo. – Finalmente sobrevino la claridad a mi alrededor. Salió el sol. Un rubio frenético procedente de un firmamento de mirada celeste. Contemplé el mediodía de mi vida. Cielo azul, sol favorable. ¿Por qué no quiere usted creer, Sybil, que es usted la luz de mi día?
—¡Oh! —Sybil hizo un gesto de rechazo. Tiró la ceniza del cigarrillo sobre la alfombrilla de cama.
El pequeño japonés colocó el frasco azul en la mesilla mientras bailoteaba en aquel rincón sombrío del cuarto. Se le oía reír: como una extraña ave acuática.
Se entretenía hablando a un papagayo disecado en su particular lengua susurrante.
El oficial búlgaro, que pálido y encogido estaba sentado sobre una banqueta mirando fijamente el suelo, carraspeó. Había participado en las dos Guerras Balcánicas, en la batalla de Lüleburgaz, en el sitio de Adrianópolis, en la batalla de Çatalca. Pero nadie podía evocar la guerra en su presencia, o de inmediato le brotaba espuma por la boca.
Cuando el profesor Ronken, el de la barba blanca y la cabeza de petirrojo, le examinó por vez primera, y le auscultó con su elegante fonendoscopio flexible, se desmalló al instante. En ese momento había entrado en la habitación el doctor Froidevaux, recién salido del quirófano, con la bata blanca algo salpicada de sangre.
—Sybil —dijo el búlgaro—, sería grave que usted muriese. Sylvester Glonner tiene razón. Usted es nuestro sol rubio. Estar sentado junto a usted, en este cuarto lleno de humo, reconforta más que estar tumbado amodorrado a pleno mediodía en la galería de reposo. El sol de Davos provoca somnolencia. Usted espabila.
Y volvió a su banqueta.
El joven alemán se apoyó lentamente contra un armario lacado en blanco. Estaba rememorando unos versos de Hölderlin: ¿Pero dónde estás? Mi alma enajenada sueña confusa con todos tus encantos.
—¿Pero dónde estás? —decía en voz alta.
El japonés reía.
Sylvester sentía como si la mirada fugaz de Sybil le hubiese rozado. Igual que si se tratase de una brisa cálida.
El búlgaro miró el reloj:
—Tengo que marcharme a la cura de reposo. Van a ser las seis.
Sin despedirse se fue trastabillando con su pequeña muleta en dirección a la puerta.
El pequeño japonés se deslizó jovial detrás de él.
—Nos hemos quedado solos —dijo Sylvester.
—Como siempre…
Ella exhalaba el humo del cigarrillo hacia el techo y este hacía un sinfín de volutas.
Él le tendió la mano y se fue.
La enfermedad. Klabund. Traduc.: Olga García.
