Fragmentos de la España revolucionaria del siglo XIX, vista por Karl Marx

Mar 26, 2023 Lecturas

Portada de España y Revolución de Karl Marx

… la bandera de la revolución, el ejército de Ballesteros, el cual, desde la capitulación de su jefe, toda-vía estaba concentrado en Priego, a diez leguas al norte de Málaga. En esta su segunda expedición a Cádiz, fue hecho prisionero por una unidad del ejército del general Molitor, entregado a la banda apostólica, y enviado a Madrid para ser ejecutado, el 7 de noviembre, cuatro días antes del regreso de Fernando a la capital.

No por su culpa cayó Riego:
por traición
de un vil Borbón.

Cuando Fernando, a su llegada a Madrid, fue esperado y felicitado por los oficiales de la banda de la Fe, una vez retirados estos, exclamó en medio de su corte: «Son los mismos perros, pero con distintos collares».
El número de frailes que en 1822 llegaba a 16 310, llegó en 1830 a 61 727, lo que supone un aumento de 45 417 en el transcurso de ocho años. En la Gaceta de Madrid observamos que en un solo mes, entre el 24 de agosto y el 24 de septiembre de 1824, 1 200 personas fueron fusiladas, ahorcadas o descuartizadas, y eso que aún el bárbaro decreto contra comuneros, francmasones, etc. no había sido promulgado. La Universidad de Sevilla estuvo cerrada durante años, y en su lugar se estableció una escuela pública de toreo.
Federico el Grande, conversando con su ministro de Guerra, le preguntó que cuál creía que era el país en Europa, según su opinión, más difícil de llevar a la ruina. Viendo que el ministro vacilaba, respondió por él: «Es España: su propio gobierno ha procurado durante muchos años arruinarlo, pero todo ha sido en vano». Federico el Grande parece haber pronosticado el reinado de Fernando VII. El fracaso de la Revolución de 1820-1823 se explica fácilmente. Era una revolución de la clase media, más concretamente, una revolución urbana, mientras que el campo, ignorante, perezoso, aferrado a las pomposas ceremonias de la Iglesia, permaneció como observador pasivo de las luchas entre partidos de las que no comprendía casi nada. En las pocas provincias donde excepcionalmente el campesinado tuvo una participación activa en la lucha, se situó más bien del lado de la contrarrevolución; un hecho que no debe extrañar en España, «ese almacén de costumbres antiguas, ese depósito de cuanto ha sido ya olvidado y sobrepasado en cualquier otro lugar», un país donde, durante la guerra de Independencia, los campesinos fueron vistos usando espuelas sacadas del arsenal de la Alhambra y armados con alabardas y picas de artesanía curiosa y antigua que se habían empuñado en las guerras del siglo XV. Además, era un rasgo peculiar de España el que todo campesino que tenía sobre la puerta de su miserable cabaña un escudo tallado en piedra se considerase a sí mismo hidalgo y que, en consecuencia, la gente del campo, en general, si bien pobre y expoliada, no solía sentir la abyecta humillación que exasperaba a los campesinos del resto de la Europa feudal. El hecho de que el partido revolucionario no supiera unir los intereses del campesinado al movimiento generador en las ciudades fue reconocido por dos hombres protagonistas de la Revolución: los generales Morillo y San Miguel. Morillo, que no puede ser sospechoso de simpatías revolucionarias, escribió desde Galicia al duque de Angulema: «Si las Cortes hubieran aprobado el proyecto de ley sobre los derechos señoriales y hubieran despojado a los grandes de sus propiedades en favor de la multitud, Vuestra Alteza habría encontrado ejércitos numerosos, patrióticos y formidables que se habrían organizado como sucedió en Francia en circunstancias similares». Por otro lado, San Miguel (ver su Guerra Civil de España, Madrid, 1836) nos dice: «El error más grande de los liberales consistió en no advertir que la mayoría de la nación era indiferente u hostil a las nuevas leyes. Los numerosos decretos promulgados por las Cortes con el fin de mejorar la condición material del pueblo no podían producir resultados tan inmediatos como requerían las circunstancias. Ni la reducción de los diezmos a la mitad, ni la venta de las haciendas monásticas, contribuyeron a mejorar la condición material de las clases agrícolas más bajas. La última medida, por el contrario, al hacer pasar la tierra de las manos de los indulgentes monjes para ponerla en manos de capitalistas calculadores, hizo empeorar la situación de los viejos agricultores al imponérseles rentas más altas, de modo que la superstición de esta numerosa clase, ya herida por la venta del santo patrimonio, quedó exageradamente engrosada por las sombras de intereses materiales».

Karl Marx. España y Revolución.

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