
Sinopsis
‘La Carretera de la costa’ podría llamarse Ceferino Peña, el hombre que con su muerte marca la voz del narrador, por ser una víctima de ETA que la organización reconoce como un error. La muerte de Ceferino Peña, los ojos de su pequeña hija quien lo ve morir a manos de “Korta”, se convierten en importantes pilares para las continuas reflexiones del narrador quien nos cuenta también lo que pasaba por la cabeza de los implicados en el drama: detalles de lo que vivió en carne propia el asesino, de lo que pensaban los policías, algunos otros etarras, y tantos otros más. ‘La carretera de la costa’, el paisaje donde se desenvuelve la novela, es un homenaje a los olvidados, a los innombrables, a los testigos silenciosos. Es una novela de perdón y de esperanza
Autor
Kepa Murua (1962) es un poeta y narrador vasco. Con el Desvelo Ediciones ha publicado las novelas ‘Tangomán’, ‘Un poco de paz’ y ‘De temblores’, así como el poemario ‘Autorretratos’. Quien fuera el editor de Bassarai y creador de una de las primeras revistas culturales en formato digital, Espacio Luke, Murua es un escritor conocido en España y en el extranjero en donde desarrolla una intensa actividad como creador y conferenciante.
Extracto
“Suena el viento, él se dio la vuelta, y entonces sonaron los disparos. Cayó fulminado ante la sorpresa y el horror de un cliente que fue apartado unos segundos antes por el comando que irrumpió en la carrocería. Sonaron secos, como tres golpes de martillo en un yunque, como tres toques de plástico que perforan la roca, pero la sangre corre por detrás de la cabeza y Ceferino Peña queda tendido en el suelo frío del garaje ante los asombrados ojos de su hija que ni siquiera parpadea y mira a los jóvenes que dispararon a su padre. Al hombre que lo acompañaba le dijeron que se apartara; a él le preguntaron si era el propietario del taller y si tenía pasta carrocera que necesitaban para un coche averiado, aparcado cerca de la puerta, donde al volante ocultaba la cara con la mano uno del comando que controlaba con su mirada fija en el espejo retrovisor todo lo que pasaba en la curva. En el maletero el dueño del coche pudo escuchar los disparos secos. La curva es pequeña, cerrada, un ligero peralte descubre una subida que resguarda de la mirada indiscreta a los vecinos que viven en un barrio pequeño de un pueblo también pequeño: unas pocas casas, el bar de enfrente, regentado por el hermano del asesinado, una vieja estación de servicio de gasolina, hoy remodelada, unos árboles verdes que mueven sus ramas ante las acometidas del viento, y el sonido del tren que pasa por entre esos mismos árboles, por delante, en ese instante fatídico solo era el objetivo de una organización armada que cobijó la fuerza bruta y las frustraciones de una juventud que vestía con vaqueros y jerséis de lana, con camisetas blancas o camisas de cuadros que quedaban por encima de los pantalones, que calzaban zapatillas blancas en verano y botas de monte en invierno. Alguno de mis amigos iba con camperas, y yo mismo calzaba safaris, a los que también se llamaban «pisamierdas». Pero ni esas botas ni esas zapatillas pisaron la sangre de ningún muerto, como Ceferino Peña por ejemplo, un hombre con un nombre cualquiera —me dices que así se llama también un futbolista de tu país—, un hombre que podría ser otro, cualquiera, y que sin embargo, no lo era, al menos a los ojos de su hija de tres años que en aquel momento no parpadeaba y que quedó atrapada en el tiempo, sin que pudiera gritar ni comprender nada de lo que sucedía en ese instante. La expresión horrorizada del testigo no alcanzaba a comprender por qué aquellos chicos de melenas dispararon al carrocero que un poco antes hablaba con él con tranquilidad. Tampoco lo pudo comprender, con el miedo en el cuerpo, el dueño del coche robado, a quien dejaron encerrado en el mismo lugar donde estuvo desde el principio, una vez que los asesinos cambiaron de coche y se subieron al que tenían preparado para la huida en una carretera que conocían a la perfección”.