
La reflexión sobre la naturaleza del discurso metafórico, aquel que de manera genérica podríamos caracterizar como el establecimiento de una relación de semejanza entre dos pares de elementos aparentemente heterogéneos, ha estado presente desde los albores del pensamiento filosófico. Ya en Platón hallamos la plena conciencia de que para hablar del ámbito de lo inteligible no podemos sino recurrir a elementos del mundo sensible. Sirven de antesala al mito del carro alado las siguientes palabras: «Cómo es el alma requeriría toda una larga y divina explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supuesto, más breve». El padre de la Academia es sin lugar a dudas uno de los pensadores más avezados a la utilización de este discurso por analogía: quizá no exista narración metafórica de mayor calado filosófico y repercusión histórica que el mito de la caverna.
Ahora bien, a pesar de esta estrecha relación entre la aparición de la filosofía y su interés por el funcionamiento de la metáfora, la consideración que ha merecido esta peculiar manera de proceder ha sido cambiante a lo largo de la historia. En sus inicios, la metáfora fue reservada al ámbito de la estética y la retórica; su función se veía reducida al embellecimiento y la persuasión, por lo que su valor de verdad quedaba en entredicho, barruntándose el peligro de utilizarla en ámbitos inadecuados. Es especialmente en el seno de las investigaciones estéticas del Romanticismo que se subraya el potencial cognoscitivo del discurso por analogía (sea bajo la denominación de alegoría o símbolo). Este interés llega a su máxima eclosión a propósito de la re flexión sobre los diversos rendimientos del lenguaje que es característica del giro lingüístico en la filosofía del siglo pasado.
El libro que presentamos, La isla de la verdad y otras metáforas en filosofía, se inscribe en esta tradición contemporánea de interés por las metáforas y su rendimiento filosófico. Pablo Redondo y Sebastián Salgado realizan un recorrido selectivo por las principales metáforas utilizadas en la historia del pensamiento occidental, ya sea con la función de sintetizar de manera atractiva las abstrusas reflexiones de los filósofos, para ilustrar las de manera pedagógica o para hablar de aquello que escapa a los límites de nuestra razón.
El mar y el naufragio, el viaje (que no turismo), el camino, la luz, la máquina y el organismo, el edificio, el libro, el teatro o la red son algunas de las metáforas tratadas en el texto. Así, por ejemplo, el mar fue entendido en la tradición judía y en la Antigüedad grecolatina como representación del carácter indigente y precario de la existencia humana, forzada constantemente a buscarse la vida, navegando más allá de los confines conocidos gracias a sus habilidades técnicas, pero con la inseguridad que supone el abrirse a la inmensidad de lo desconocido (p. 23). Con la Modernidad se añade el matiz del descubrimiento y la posibilidad de ampliar las capacidades humanas, la conciencia de nuestra constante perfectibilidad y la idea de progreso (p. 25). A la par con el mar tenemos la imagen del naufragio. Los estoicos la emplearon asimilando al espectador con la figura del sabio, aquel que es capaz de mantener la imperturbabilidad de su ánimo en la conciencia del carácter conflictivo y voluble, tanto de la naturaleza como de los acontecimientos humanos (p. 32). Más recientemente, autores como Nietzsche se han servido del naufragio «para entender la vida como un continuo estar embarcado surcando la mar» (p. 35).
En ocasiones se nos hace difícil diferenciar el uso literal del metafórico. Esto es especialmente cierto en la mayoría de nuestros conceptos filosóficos: «Todos los términos filosóficos son metáforas: por así decir, analogías cristalizadas, cuyo verdadero significado se revela cuando disolvemos el término en el contexto originario, que tan claramente debió de estar en el espíritu del primer filósofo que lo utilizase». Para expresarlo en las ya clásicas palabras de Nietzsche, la mayoría de nuestros conceptos filosóficos son metáforas que hemos olvidado que lo son. Kant coincide asimismo en este punto:
Nuestro lenguaje está lleno de tales exhibiciones indirectas según una analogía, por medio de las cuales la expresión no contiene el auténtico esquema para el concepto, sino meramente un símbolo para la reflexión. De este modo, las palabras fundamento (apoyo, base), depender (verse sostenido desde arriba), fluir a partir de (en lugar de seguirse de), substancia (como Locke la entiende; la portadora de los accidentes) e innumerables otras.
Otra de las figuras estrella es la metáfora del camino como representación de la vida y la tarea del pensar (p. 43), una imagen que es crucial en el pensamiento de autores tan diversos como Heráclito, Parménides, Descartes o Heidegger (recuérdese su «Wege, nicht Werke», «Caminos, no obras»). El camino sería un ejemplo de «metáfora absoluta» en el sentido de H. Blumenberg, esto es, «elementos básicos del lenguaje filosófico, transferencias que no se pueden reconducir a lo propio, a la logicidad». También la analogía con el libro ha desempeñado un papel relevante en la estructuración del pensamiento religioso, científico y filosófico (p. 53). La Biblia es el libro sagrado, y el mundo, el lugar donde leer los rastros de la acción creadora de Dios, si bien cabe discutir en qué caracteres ha sido escrito y cuál sea la manera más adecuada de leerlo. La imagen de la luz como representación de la verdadera realidad y el conocimiento verdadero ha desempeñado también un papel funda mental a lo largo de toda la tradición filosófica occidental. Como afirman los autores del libro, «en capacidad de expresión y en cuanto a las posibilidades que se abren al seguir sus cambios —que a su vez ayudan a entender las transformaciones en la comprensión del mundo y del hombre a lo largo del tiempo—, la metáfora de la luz no tiene comparación con otras» (p. 83).
A pesar de la voluntad de rehuir todo corsé academicista (p. 7), el texto que presentamos no renuncia a utilizar un extenso y selecto aparato bibliográfico. El estilo con que P. Redondo y S. Salgado exponen sus reflexiones es elegante y bello, sin menoscabo alguno del necesario rigor en la exposición de los conceptos filosóficos. Por todo esto, La isla de la verdad constituye una atractiva carta de navegación para todo aquel que desee aventurarse, sin temor a naufragar, en el vasto universo de las metáforas filosóficas.
Àlex Mumbrú.
Mora Universitat Internacional de Catalunya.