
“Durante el verano, su estado empeora. Baudelaire ya no dice «no» sino «Crénom!», una interjección que nadie comprende. Tendido en su lecho, profiere una y otra vez esa palabra enigmática, «Crénom!», mientras todos se hacen cruces. ¿Crénom? ¿Será un compuesto de craie, «tiza», y de nom, «nombre»? En su momento postrero, ¿juzgará el poeta que ha escrito su nombre en el encerado de la Historia, y que el tiempo no tardará en borrar esa escritura efímera con su mano inclemente?
Sea como fuere, la mañana del 31 de agosto entra en su agonía y se le administran los últimos sacramentos. Baudelaire ha muerto aunque sólo sea para demostrar que estaba vivo, y tras un servicio fúnebre en la iglesia de Saint-Honoré-d’Eylau el cortejo toma el camino de Montparnasse. Entre los asistentes al sepelio hay unos pocos amigos y admiradores: Verlaine, Fantin-Latour, Manet… Del Ministerio de Instrucción y la Sociedad de Letras, nada. El cielo de París se oscurece a ojos vista y los asistentes se apresuran a dispersarse en busca de refugio. Llueve en la tumba de Baudelaire, pero no una lluvia fina y melancólica sino un furioso aguacero, de esos que las señoronas calculan en francos por el estropicio en la permanente.”
Gabriel Insausti. En la ciudad dormida.
