Toda obra es inexplicable y esto es más cierto en la poesía. Si un poema es explicable debería publicarse la explicación no el poema. Es una cuestión de género. La comunicación, la reflexión, la creación requiere su género. No todo lo que se dice puede decirse en cualquier formato. Elegir el género adecuado para lo que se quiere transmitir es por lo tanto la primera decisión del autor y una de las más importantes. La poesía como género es el más misterioso, sublime e inexplicable. No admite explicación, sino lectura. Cuando Beethoven terminó un recital, una señora mayor se le acercó y le preguntó qué había querido decir. Por toda respuesta, Beethoven se sentó y volvió a interpretar la pieza.
Toda obra, si es de verdad sentida, adquiere el carácter de necesidad fisiológica. El creador siente la necesidad imperiosa, primero de escribir, luego de transmitir. De hecho, cuando se ha completado el círculo, el autor no tiene más remedio que iniciar una nueva obra para dar salida a su pulsión. Si no fuera así, se escribiría siempre la misma obra, una y otra vez. Pero precisamente por ello la obra finiquitada pierde el brillo de lo dicho, proporciona el alivio de la necesidad satisfecha, pero queda atrás como la cáscara de la fruta como cuando se sacia el hambre. Entonces, mientras el autor se dedica a una nueva entrega, el lector retoma la obra publicada y la reinterpreta a su modo. La obra publicada adquiere así una segunda vida, otras tantas vidas, tantas como lectores, tan plena como la de la creación. Leer, en el fondo, es un acto creativo. Leer es escribir. También se escribe leyendo.
Si el autor ha muerto, como decía Barthes, es el libro quien explica al que lo escribe y no al revés. El autor se convierte en un intérprete más y en ocasiones no es el más indicado. Una de las cosas más sorprendentes de la creación es cuando un intérprete ve detalles en la obra que ni el autor sospechaba que existieran, ni mucho menos tuviera intención de darlas el ser.
La búsqueda del sentido en la obra artística es producto de la cultura occidental y racionalista. La obra no tiene por qué tener sentido, o mejor dicho, su sentido no tiene por qué dirigirse a la víscera más noble, al cerebro. Puede carecer de sentido discursivo, pero tener otros sentidos, más físicos, más sensoriales, más hápticos. El lector, el espectador ha de acercarse a las obras sin prejuicios y no preguntarse cuál es el significado, porque probablemente el sentido que busca no existe. Simplemente hay que acercarse y dejarse invadir. La obra puede adquirir entonces un sentido insospechado, inexplicable, inverbalizable, que no va dirigido a las vísceras nobles, sino a otras menos nobles. Cuando alguien me pregunta por el sentido del poema, yo no se lo puedo explicar. Le diré que tal vez no lo tenga y que por lo tanto no le pregunte a su cerebro, sino a su intestino o los pies. Las obras así pueden adquirir un sentido pleno para el espectador, pero fuera de toda lógica.
La poesía es ontológica y cuando el poema se siente como propio es porque tiene el carácter desvelador, inexplicablemente desvelador, con el que se comulga intuitivamente sin saber por qué. Por ello no remite a personas o situaciones concretas. Echa mano de la realidad, es cierto, como elementos de explicación, como decorado o atrezzo que se usa para explicar plásticamente conceptos abstractos, sensaciones indefinibles.
Hay mucha poesía pero pocos poetas. No todo vale. El de poeta es un título nobiliario. Se concede a aquel no que siente más que el común de los mortales, sino a aquel que tiene el don de la palabra, el don del acierto en el ser de las cosas y en la transmisión de las cosas. El poeta es un descubridor y es un navegante. El poema es sentimiento, ideas embotelladas y el autor es un demiurgo embotellador.
j. f. r.