Rafael Manrique
Venecia y los 14 ocho miles. ¿Cómo impartir una conferencia para el club de montaña Tajahierro de Santander si no es vinculando un objeto artístico a otro natural y alpino? No cabe la sorpresa, las montañas de más de ocho mil metros tienen precisamente esa característica, superar los ocho mil metros. En Venecia la máxima altitud transitable tal vez la constituya el puente de Rialto y la subida al Campanile de la plaza de san Marcos que, en todo caso, solo alcanzan unas pocas decenas de metros. Una primera conclusión que podemos aceptar es que existen tantas diferencias entre ambos territorios que necesariamente han de tener alguna conexión y su comparación ha de producir conocimiento. Así lo explicaba el antropólogo Gregory Bateson: Haz una diferencia. Eso produce conocimiento. La famosa frase de George Mallory “Subimos montañas porque están ahí”, no deja de ser una expresión banal del gran montañero. Se asciende a ellas porque representan un obstáculo, un problema, un desafío, un peligro, una oportunidad… y también por curiosidad y vanidad. Estas dos razones representan los grandes motivos de las conductas humanas. Siempre hemos intuido que en esas posiciones extremas de la belleza natural y artificial habitaba algo muy importante. Nuestra implicación, nuestra presencia y vida en ellas nos aportan nuevos intereses, deseos y valores por los que vivir. Amplían la existencia ya que, a través de ellos, se nos ofrecen nuevas experiencias, acciones y narraciones con las que construir nuestra vida. Eso ofrece Venecia, eso ofrece un ocho mil y por extensión cualquier montaña… hasta las “tetas de Liérganes”. Eduardo Martínez de Pisón afirma en La montaña y el arte: Un paisaje es un territorio mirado por un hombre. Es decir, con la mirada propia de alguien quien, además de ver, se interroga. El paisaje es un territorio interpretado culturalmente. Eso sirve para Venecia, tal vez la ciudad más bella del mundo, y para un ocho mil, la apoteosis de toda montaña.
Los humanos somos viajeros, nómadas. En el origen de nuestra especie, trasladarse constituía una necesidad. Era esencial encontrar nuevos territorios de caza y que, además, estuvieran libres de la competencia con otros grupos. Solo el desarrollo de agricultura y la consecuente aparición de excedentes, obligó a la vida sedentaria. Pero en los oscuros y remotos recovecos de nuestro bastante desconocido cerebro aun está la pasión por el viaje y, por asociación ineludible, la novedad y, como no, el peligro.
Everest, K2, Annapurna, Rialto, San Marcos o San Giorgio son cimas de belleza inusitada. Son bellas, sin duda, pero tanto en la montaña como en Venecia existen, además de los obvios, otros ochomiles con capacidad de generar intensas y preciosas formas de subjetividad.
Se trata de mundos cercanos a lo imposible. Montañas terribles y vertiginosas, y una ciudad en medio de una laguna flotando sobre un bosque invertido. Su equilibrio ecológico es tan puro y definido que lo convierte en muy frágil. Se trata de lugares muy vulnerables. Venecia y Everest constituyen dos ejemplos de esa delicadeza. Los dos alteran la sensación del tiempo. Albert Einstein tenía razón. En ellas el espacio y el tiempo se curvan, se transforman y, a veces, ambos parecen detenerse o volar de forma frenética.
Venecia y cualquier ocho mil reflejan lo que somos los humanos. Ambos lugares resultan ser tal y como somos nosotros. Este famoso principio antrópico aquí se fortalece. Casi podríamos decir que son bellas y radicales al margen de cual sea nuestra observación sobre ellas. Son absolutamente materiales y poéticas. Es el caso de las montañas, pero también lo es la rotundidad de las Procuradurías situadas en la plaza de San Marcos. Y son peligrosas. Se puede morir despeñado por un precipicio o por una curvatura barroca. Lo advertían muchas veces tanto el inefable alpinista Reinhold Messner como el sutil escritor Stendhal.
Visitar Venecia, visitar uno de los ocho miles genera ritos de sumisión, acogida, prudencia, arrogancia. Nos encontramos ante la presencia de lo sublime que para Edmund Burke roza con la muerte. Siempre genera ansiedad. Y tal vez eso no resulte su peor característica ya que puede afirmarse que su belleza es también su perdición. Ocurre que ambos lugares atraen una buena cantidad de conductas imbéciles que lo convierten en parque temático, en forma de autoexhibición o en objeto de coleccionismo. Créame lector, hay personas que declaran su amor, rodilla en tierra, en el Puente de los Suspiros mientras un selecto grupo de norteamericanos y japoneses aplauden. Otros, se casan con máscara de oxígeno en una de las cimas del Himalaya.
El libro En Venecia, presentado en el Tajahierro, describe los ocho miles de Venecia. Prescindiendo de los más obvios, el libro describe diez lugares a menudo desconocidos, pero que aportan cimas de máxima belleza y significado. Un listado:
De la ambivalencia de la sabiduría (Biblioteca marciana)
De la soledad de erotismo (Scuola San Giorgio degli Schiavioni)
De la absurda elegancia de la muerte (Cementerio de San Michele)
De la locura de amor (Puente Chiodo)
De la inundación de misterios (Cripta de la iglesia de San Zacarías)
De la vanidad de vanidades (Sala Apollinea Maggiore de La Fenice)
De la precariedad de la materia (Pozo de San Boldo)
De la xenofobia del poder (Campo dei Mori)
De la poética de la falsedad (Patio Corte Seconda del Milion)
De la sofisticación de lo natural (Iglesia de Santa Eufemia y alrededores)
Una visita a Venecia bien puede organizarse en torno a estos lugares. A través de ellos se alcanza esa melancolía creadora de significados de la que vengo hablando. La existencia de Venecia y de los ocho mil del Himalaya y del Karakorum prefiguran la idea de que este mundo nuestro puede ser un buen lugar para vivir… a pesar de los pesares.
Hace algún tiempo, antes de la rehabilitación de la fachada de la Iglesia Santa María de la Salute, un cartel avisaba a los transeúntes de esta manera: Atención a la caída de ángeles.
¿Se puede morir de mejor manera?
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