‘Confesiones de un asesino’, por Kepa Murua

Proseguimos con un nuevo descarte de la novela ‘La carretera de la costa’, en el que el autor, Kepa Murua, narra en primera persona los pensamientos de Korta, el asesino de Ceferino Peña, al que ETA mató ‘por error’.
CONFESIONES DE UN ASESINO
“No delaté a nadie. Se podrán decir muchas cosas de mí, pero no fui un chivato. Yo, en todo lo que hice fui de frente. De joven pensaba que teníamos que ayudar a aquellos que luchaban por la independencia. Una vez en ETA, los días pasaron sin darme cuenta de lo que hacíamos. Dentro de la organización las cosas se veían de una única manera, separadas del resto. El daño causado queda para siempre: fue por las prisas, por la confianza, los datos que nos pasaron eran ambiguos, pero agradezco que mis compañeros se tomaran el asunto en serio y que hicieran público el error cometido. Los ojos de la niña me persiguieron desde el último disparo. Huimos a la carrera, no pensé en el tiro de gracia, sabía que estaba muerto. Si me cogían sabía lo que me esperaba, pero tardé un tiempo, segundos interminables dijeron mis compañeros, en llegar al coche que me esperaba con el motor encendido. Al principio dijeron que era un niño, pero yo sabía que era una niña. Supe que era su hija.
Desde entonces nada fue igual. Lo mío fue una huida de todos: de ETA, de mis compañeros, de mí mismo, y sobre todo de una niña que no sé de dónde salió, pero que allí estaba. Casi todas las noches me desvelaba, la veía delante de mí; nunca antes, ni siquiera con lo que pudiera haber hecho con la pistola o las bombas que pusimos, pensé en el daño causado. Me podía la rabia, el odio a la policía que me inculcaron desde joven y la lucha de tantos que entregaron lo mejor de sus vidas para conseguir unos fines. Si dudaba, ya estaban los compañeros para que los siguieras sin que perdieras el tiempo. Si me pasaba alguna vez cuando estaba solo pensaba que debía seguir por la memoria de los militantes muertos en enfrentamientos con la policía y por los compañeros que aún quedaban presos en las cárceles. La guerra perdida de los padres quedaba lejos, nosotros éramos más auténticos: íbamos de frente y no teníamos miedo. Pero ahora comprendo que las justificaciones surgen solas y mientras tu vida corre peligro no tienes un momento para pensar en otras cosas que no sean las que te comprometen solo a ti o a tu entorno. Pero una vez que necesitas respirar al aire libre y marcas las distancias ante los que te vigilan, ya no puedes ser el mismo. Ya no puedes ser aquel que eras ni creer de lleno en lo que creías. En Francia no estuve bien, tuve fiebre y me temblaba el pulso, no me concentraba, ellos lo notaban, estaba ausente, y alguna vez me negué a cruzar de nuevo la frontera. Si lo hacía iba a matar y a morir al mismo tiempo. Menos mal que me di cuenta. En 1981 ya estaba quemado, la policía me perseguía y yo me quedaba en una casa a las afueras, sin hacer nada, mientras a todas horas pensaba en irme lejos. Cuando me vi en un escaparate, en una vitrina de las tiendas del D.F., me noté viejo. Iba sin red, vivía en la calle, sin recursos. Y sin amigos que te cubran las espaldas, tarde o temprano te pillan. Llevaba documentos falsos, esperaba con inquietud el momento. Mi vergüenza me impedía volver sobre mis pasos y pedir ayuda. Estaba solo, desde que dejé a mis compañeros siempre lo estuve, solo en ese tiempo de pobreza y de miseria, encontré algunos momentos de calma. De día deambulaba de un lugar a otro y por la tarde me refugiaba en las iglesias o descansaba en los parques. De noche era otra cosa, pocas veces pude dormir con tranquilidad. La calle en D.F. impone su dureza a todas horas, pero en mi caso era diferente: en la oscuridad sentía la presencia de aquellos ojos –no sé de dónde salió la hija– y recordaba el error cometido, una y otra vez, hasta volver a repasar toda la vida. Cuando la mía no valió nada, cuando toqué fondo, tuve que pedir limosna para comer, me acostumbré a beber más de la cuenta, lo que me cayera encima, y a comer lo que encontrara en el camino, solo para poder descansar a solas y calentar mi alma y mi cuerpo día tras día.
No fue una buena idea, de todo eso me di cuenta tras los barrotes. Hace mucho frío en la cárcel, pero es un frío distinto. Me vino bien compartir la celda, con mi compañero pude sacar lo que llevo dentro y el colchón viejo, además, es mejor que el suelo duro y sucio. Tantas horas sin hacer nada en la cárcel me sirvieron para aquietar la mente. La tregua de ETA la viví sin más, en el talego los días pasan sin que se haga nada especial. En aquellas calles caminaba de un lado a otro, buscaba un lugar apartado para envolverme en la manta y esperaba a que mis ojos abiertos vieran el cielo blanco y azul que anunciaba el nuevo día. Aunque no como antes, pero aún pasa que esos ojos vuelven; ojalá ella haya crecido sin recordar los míos. Creo que podrían ser los mismos, solo que yo ya no veo como antes y tengo que usar gafas. Cuando salga iré al oculista. No sé si en la calle tendré algo que reprocharme, quizá que todo eso que hicimos no sirvió para nada. Tampoco habrá nada que destacar entre las pertenencias de mi bolsa. La mochila en México no era grande, tenía las cosas imprescindibles para sobrevivir. Solo unas pocas personas me esperarán fuera. No espero más. Puede que cuando el coche pise Euskadi vea el verde de las montañas y el cielo azul, tan distinto al de la cárcel de Valladolid, tan diferente al de D.F, y en ese momento sienta que la vida me da una nueva oportunidad y que me ofrece, aún con todo lo que hice, algo así como una bienvenida. En un segundo se recuerdan muchas cosas, pero es difícil explicar en unas pocas frases todo lo que tiene el instante que uno ha soñado tantas veces. Me gustaría que me llevaran por la carretera de la costa, podrían volverme de golpe esos ojos que me impidieron dormir durante tanto tiempo, pero sé que miraría al mar con tranquilidad. Todos necesitamos de paz para seguir viviendo. No me escondo, para qué, entre rejas espero que pase el tiempo. Hice daño y causé un dolor que un día también se adueñó de mí, hasta llegué a pensar que nada tenía importancia. Lo siento en el alma, quizá debería haber sabido que todo por lo que luché se podía haber luchado de otra manera. Muchas veces he pensado en pedir perdón, pero no sé cómo dar con ella y tampoco sé si tendré fuerzas para enfrentarme a sus ojos. Nunca delaté a nadie y he recuperado mi nombre verdadero, aunque me cueste pronunciarlo. Me llamaron por otros, pero este no lo quiero cambiar; tampoco puedo cambiar lo que hice. Pero nunca delaté a nadie, lo único que confesé nada más bajar esposado del avión y pisar tierra española fue la verdad que nunca pude olvidar y que me condenaba solo a mí ante ese juez y los demás. He pagado por todo aquello, aún pago; he matado, sí, y si alguien aún no se ha perdonado del todo, ese soy yo. Esa es mi condena. Por eso mismo no volveré a Arrona. No soy uno de esos que vuelve a la escena del crimen. Lo mío es un error que me ha perseguido siempre, una equivocación que hizo que pasara hambre y que perdiera la cabeza. Que ETA lo asumiera como suyo no me dio ningún respiro ni me causó un alivio. Pero ya no huyo, y eso, ya es mucho.”