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De cómo utilizar bocetos para causar mal ajeno, un extracto de ‘Luminaria’, de Pablo Díez

También le conté la historia entera de Remigio, de quien se acordaba. Cuando ella tenía veinte años ya estaba nuestro predicador por el Retiro y las calles adyacentes, y en más de una ocasión pidió usar el aseo en La Malvarrosa, que entonces regentaba el padre de Carmen. Éste, que era un señor muy antiguo y cuidaba mucho de la reputación de la clientela, nunca le dejaba usar el servicio, sino que lo mandaba a un pequeño almacén lleno de botellas de gaseosa y lo conminaba a cagar en el mismo sitio que los ratones. Después le obligaba a baldear y a echar serrín y le decía al pobre Remigio:

—Hoy te lo he consentido, pero mañana te vas con los patos del Retiro y les engordas a ellos la sopa.

Tengo un vívido recuerdo del padre de Carmen. Bigote de perro, barriga dura y oronda, zapatillas de andar por casa y faja de aldeano. Era frugal, como buen guardián de botellas. Las cuentas las hacía a tiza contando con los dedos. Se levantó toda su vida a las seis de la mañana. Iba a misa de ocho en Nuestra Señora de la Paz. Su vida vino a reclamarla una dolencia de la mente y del alma. Igual que le ocurrió a Cincinato. Ambos se fueron al hoyo con los cuerpos tan sanos e incorruptos como los de dos corderos sacrificiales.

En fin, señorías, se lo conté todo a doña Carmen, por ser una persona en quien confío y a quien me une una amistad de decenios, casi un parentesco. Le dije con total honestidad que estábamos allí don Carlos y yo para dilucidar cuál de los bocetos de Remigio sería más efectivo para arredrar al alma réproba, o para volver contra ella las fuerzas oscuras.

—Pero, don Rafael, explíquenme bien cómo es ese Sotillo. Si una no se lo imagina, difícil saber por dónde le entrará mejor la cornada.

No escatimé detalles. Se lo describí tal como es. Con cada epíteto notaba yo cómo se amontonaba la repugnancia de la buena señora. Le salía ese ramalazo colérico del padre siempre que se le relataban atentados contra las buenas costumbres. Porque la suya era una familia humilde pero pulcra, y su destino estaba unido al de los grandes. Sus ancestros venían de luchar por la fe verdadera. A ella, legataria de las viejas refriegas de España, le ofendían las historias de descreídos que se rebelan contra los buenos cristianos. Y aún más se indignaba al saber que saldría vencedor de los combates el bando que no tenía al Espíritu Santo de su parte.

Cuando doña Carmen estaba ya en ebullición, casi decidida a empuñar ella misma las armas contra Sotillo, concluí mi arenga con un desafío irresistible:

—Queremos que se cague en los pantalones, Carmen. ¿Cree que puede ayudarnos a elegir entre todas estos textos, dibujos y octavillas?

Tengan en cuenta que la situación era delicada, porque no podíamos equivocarnos. Una amenaza inefectiva o irrisoria nos debilitaría inexorablemente. Errar el tiro nos habría condenado al ridículo y habría magnificado el tremendo poderío de nuestro enemigo. Nos habría obligado a volver a combatir sus trampas desde nuestra nobleza, que es un pésimo cuartel para esa clase de escaramuzas. Sólo teníamos una bala y no podíamos malgastarla.

En un principio consideré que la opinión mía y la del señor Ceballos sería suficiente. Pero en seguida comprendí, al enfrentarme a los bocetos, que necesitábamos una tercera valoración. La de una criatura vengativa. Doña Carmen cumplía como nadie con los requisitos que necesitábamos, y por encima de todo era una mujer. Porque nosotros, los varones, ¿qué sabemos de odio? Lo practicamos con artes de diletante, mientras que las mujeres llevan esa sal en las venas.

Doña Carmen era el mejor exponente de esa escuela. La de la rabia contumaz contra ofensas que a otros nos pasan desapercibidas. La de mil calladas luchas entabladas contra otras tantas rivales. Si el dulce amor es propiedad privativa de los hombres, el odio no repica en ningún sitio como en el corazón de las mujeres. Y no se escandalicen por esto que les digo. Escuchen lo que tienen que escuchar. Acepten la verdad: un muérdago venenoso tiene a las damas enhebradas por lo más estrecho del alma.

En los ojos de Carmen —¡vaya nombre de leona española y de escupidora de fuego!— asomaba el fuego de la guerra que hicieron sus antepasados. En su sangre se atropellaban las ganas de hacer justicia. Cuando era niña y veía pasar las cuerdas de presos por Menéndez Pelayo, no daba ánimos y bendiciones, sino que insultaba uno por uno a cada reo. ¡En buenas brasas vais a arder, tiñosos! ¡Así os cuelguen por los pies!

Carmen aceptó ayudarnos y pasó la noche junto a nosotros analizando bocetos. Dudo que alguna vez haya encontrado una ocupación más satisfactoria.

—Ya verá lo que es bueno ese Sotillo. Me va a escupir el corazón en la palma de la mano. Recuérdenlo bien, señores: por mi madre que el día de hoy estará grabado en su lápida. Se lo juro por éstas, por lo que vale la harina al peso.

Fueron largas horas de comparar ideas amenazadoras. Tres mentes distintas tratando de buscar un consenso, sabedoras de que nos enfrentábamos a un espíritu muy diferente al nuestro. Un espíritu que se nos antojaba inexpugnable. Piénsenlo, señorías, ustedes que son hijos de buenas familias: ¿cómo acobardar al que no tiene nada que perder? Frente a semejante guardia de corps de abogados laboralistas, sindicatos, asociaciones de barrio y demás potencias profanas, ¿qué genialidad puede ocurrírsele al cristiano para franquear tan dura cortina de servidores?

Teníamos una bala de plata que habría de impactar en el corazón de Sotillo. Y muchas impresiones dispersas sobre las que no nos poníamos de acuerdo. A don Carlos, por darles un ejemplo, le gustaba especialmente una idea basada en la legislación primitiva de los romanos, anterior a la Ley de las Doce Tablas, según la cual ha de sacrificarse un macho cabrío en el lugar de un homicidio involuntario.

Ascenso y caída de Rafael de Seregón: ‘Luminaria’, de Pablo Díez

Rafael Díaz de Seregón, un abogado rico y reaccionario, comparece como acusado en un juicio. Es sospechoso de haber ordenado el asesinato de Eugenio Sotillo, un siniestro activista social con quien lleva años enfrentado. 

Mediante un alegato que se extiende a lo largo de toda la novela, Seregón trata de demostrar su inocencia y de recalcar su superioridad social y moral con respecto al difunto. El acusado describe el hostigamiento al que Eugenio Sotillo sometió a su familia y atribuye su muerte a la intervención de fuerzas sobrenaturales, en cumplimiento de una sentencia divina. 

Los detalles del caso se mezclan con un relato del declive personal de Seregón y del derrumbamiento del mundo arcaico en que hizo fortuna. La ingratitud de sus hijos, los crímenes de sus ancestros, la frustración de sus pretensiones nobiliarias y la traición de su mejor amigo se entreveran con las pruebas inverosímiles con las que intenta subrayar su inocencia. Todo ello, aderezado por reiterados alardes de religiosidad, le sirve al acusado para retratarse como último representante de la virtud y el orden. 

Pablo Díez ha vuelto a describir, con su poderosa potencia lingüística, la decadencia de una clase social, brutalista, falsamente religiosa, violenta y despiadada, representada en la persona y familia de Rafael de Seregón, el protagonista de ‘Luminaria’.

De Pablo Díez ya hemos publicado dos novelas en donde el bien y el mal luchan a porfía: ‘Los benditos’ y ‘Consolación a Paulino’. En ‘Luminaria’, el autor enfrenta dos mundos. El bien y el mal. La fe y el descreimiento. La tradición y la subversión. El refinamiento y la vulgaridad. Valores sublimes y la más descarnada codicia e hipocresía social.

‘Pinar, piscina, plenilunio’, un extracto

Pinar, piscina, plenilunio
Pinar, piscina, plenilunio.

En la urbanización, el verano suponía encomendarse a todo lo que existía en la naturaleza, a todo lo que procedía directamente de ella y a cosas que habían derivado de su bondad por vías más tortuosas. 

Al verlos alejándose, mezclados con otros niños, a medida que aumentaban su distancia, me costaba comprender cómo mis hijos podían parecerme tan impropios. La imagen rara de unos niños pequeños dejando un hogar cómodo y seguro, diluyéndose en la compañía de sus amigos. Mi extrañeza al comprobar que ya eran otras personas, individuos ajenos en los que bullía la vida sin que yo tuviera que alentarla, con una capacidad clara para la escisión. 

Los rosales que había imaginado bordeando el césped no han crecido demasiado. La sequedad del clima consiente pocas especies de plantas y el césped se agosta en cuanto no se riega un par de días. Mis hijos son seres humanos diferenciados y yo tengo que hacer un esfuerzo más grande del que había previsto para sostener el verdor debido en torno al chalet. 

Después de entregarles a su grupo de amigos, vuelvo a sentir los espejos de la casa. ¿En qué momento del día se riegan los rosales? Vuelvo a mirarme en ellos con atención. Dedicando a mi reflejo un tiempo que normalmente ocupan otras personas. 

Hay horas en las que apenas se oye nada afuera y empiezo a derivar placer de exactitudes absurdas. Mido con la vista una de las columnas de la valla de los vecinos, un poco más baja que las demás. Desde la ventana de la cocina, mi punto de observación, dibujo la trayectoria que seguirán las madreselvas que han empezado a extender sus tentáculos sobre la valla, son algo más benévolas que las arizónicas de la parcela contigua. Sus ramas aguzadas crecerán de modo incontrolado y quienes las han plantado lo lamentarán. Nada de lo que es nuevo me resulta apacible todavía. 

Debo recordar que el mal casi nunca proviene de donde se espera. El mal siempre es otra cosa y la naturaleza tiene sus propios mecanismos, una inercia natural hacia la vida que imanta todo lo viviente con lo viviente, que atrae su propia continuidad. Lo vivo tiende a perdurar de forma inconsciente y automática.

Junio ya ha solidificado el color del cielo. Los coches pasan a poca velocidad pero sigo sin distinguir quiénes viajan dentro. Me gustaría conocer a esas personas. Pasan el verano a poca distancia de aquí, han construido casas que son similares entre ellas pero también diferentes, casas edificadas cerca de mi casa, en un radio que puede recorrerse a pie en menos de una hora. 

Patricia Rodríguez. Pinar, piscina, plenilunio

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