‘Llegada al país de los criminales’, por Maria Leitner
Un pequeño e insignificante puerto fluvial, eso es lo que se ve desde el barco. Saint-Laurent-du-Maroni no parece ni un lugar exótico, ni tropical. Los edificios anodinos, que después resultaron ser cuarteles y cárceles, ofrecen la impresión de una ciudad francesa de provincias, que desde finales de siglo no ha evolucionado.
Pero tan pronto como se pone pie en tierra y todo el entorno puede ser contemplado desde cerca, la imagen de enclave pequeñoburgués aburrido se transforma en una visión horripilante. Sobre los tablones medio podridos de los cajones, sobre los bancos destartalados del muelle, sobre los pedruscos ardiendo al sol a orillas del río, están sentadas, en cuclillas, agachadas o tumbadas figuras humanas que parecen esqueletos, moribundos o seres aparentemente muertos. Llevan ropa penitenciaria a rayas, o simplemente harapos, porque llamarlo vestimenta sería una exageración. En su mayoría están descalzos, y por lo general no solo tienen los pies sucios, sino también deformados como consecuencia de las úlceras.
Una columna de presidiarios está trabajando. Cargan un barco con madera. Cuando han terminado de transportar un tronco, caen al suelo y no son capaces de seguir. Los guardianes no pueden hacer nada, están impotentes.
Los guardianes tienen el mismo aspecto que nuestros pasajeros de la primera clase. Exactamente los mismos bigotes, cascos tropicales, condecoraciones y revolver.
Monsieur Blanc, el experto en la Guayana Francesa, que hasta ahora siempre había echado horribles pestes contra este país, opina que la primera impresión que el forastero tiene es demasiado negativa, e intenta atenuarla.
—Los tipos están haciendo teatro —se refiere a estas figuras tan míseras—Cuando atraca un barco, escenifican estas escenas calamitosas. Emplean todos los medios para que acabemos sintiendo compasión por ellos.
—Esta gente que actúa de un modo tan realista, debería estar en los teatros de París —comenta un americano que viaja por negocios.
Los «actores» no prestan la menor atención a los recién llegados, son tan insensibles que ni siquiera un suceso poco habitual, como la llegada de un barco, les saca de su letargia absoluta.
Posiblemente tampoco reaccionarían, si oyeran las observaciones maliciosas de Monsieur Blanc.
El americano Mr. Burr es curioso en exceso, quiere saber las historias vitales de todo el que ha venido a parar aquí.
En su francés improvisado se dirige al hombre con síntomas febriles y vestimenta desgarrada, que en ese momento pasaba a su lado. Quiere saber aquí y ahora cómo es la vida en la cárcel.
Sin más el hombre le vuelve la espalda, sin decir nada. Monsieur Blanc se apresura a informarnos:
—Ese ya no es un prisionero. ¿Es usted un libéré?
—Sí, un libéré de por vida, pero la vida no durará mucho más, espero. —Y esboza una sonrisa horrenda que hace retroceder un paso a Mr. Burr.
Por suerte se acerca a nosotros alguien que, si se compara con las desaliñadas figuras, resulta verdaderamente grato.
Un caballero mayor vestido por completo de un blanco impecable. Con el distinguido porte de un príncipe derrocado y la sonrisa solícita de un jefe de distrito, se aproxima a nosotros. Verdaderamente se le podría tomar por un gobernador, si no nos hubiera ofrecido bastones tallados por él mismo.
—También un libéré —afirma Monsieur Blanc—. Aquí pueden ver en lo que llega a convertirse un hombre con su propia buena voluntad, incluso en un lugar como éste.
Antes de que el curioso Mr. Burr compre un bastón, quiere conocer la historia del distinguido caballero.
—Un pequeño malentendido me trajo aquí —dice el lacónico anciano y continúa elogiando las ventajas de sus bastones.
—Se trata de un fulero habitual —aclara Monsieur Blanc.—. ¿Cuántos años le quedan todavía? —le pregunta al distinguido caballero.
—Todavía dos. Ahora estoy haciendo mi doblete. Durante cuatro largos años fui forçat. Ya tengo cumplidos dos como libéré, y dentro de dos años más seré libre. —Lo repetía despacio: «En dos años, libre.»
Traducción: Olga García
