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Seis personajes en ‘El Gran Vacío Amarillo’

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Uno de los pilares más importantes de todo proyecto narrativo lo constituyen los personajes, de tal manera que una buena selección y una inteligente ‘gestión’ de sus apariciones y desapariciones marcan el ritmo del relato. Los personajes son como el perchero del que se cuelga una historia.
En el caso de #ElGranVacíoAmarillo, de Silvia Andrés y Rafael Manrique, los personajes son claves en esta historia desarrollada en el gran vacío del desierto sahariano. Los personajes, así como la trama, quedaron perfilados en un mes de trabajo en un hotel de Gametxo, una de cuyas habitaciones fue tapizada con papel continuo y sobre él se escribió y dibujó el esqueleto de esta apasionante aventura.
Aquí van los cuatro personajes principales y dos secundarios, no tan secundarios…
 
Dramatis Personae:
 
Irene Fuster es una bióloga española que reside en Suiza donde trabaja en un gran centro de investigación biomédica de una importante empresa farmacéutica. En la treintena, brillante, trabajadora, atractiva y de familia acomodada, todavía sufre por la muerte accidental de su hermano.
 
Alexander Todd, un inglés en la cuarentena nacido en El Cairo, es una persona exquisita con muy buenas relaciones sociales conseguidas a base de encanto personal. Profesionalmente está vinculado al mundo del arte tanto de forma legal como ilícita. Cosmopolita, políglota y de aspecto atractivo,  es un hombre divorciado padre de dos hijas gemelas, las únicas personas por las que siente un afecto real.
 
Elías Márquez, geomorfólogo, trabaja en el desierto argelino desde hace dos años para una empresa prospectora de gas. Es un hombre sobrio, reservado y contenido que vive rodeado exclusivamente de otros hombres. Conoce a Irene Fuster desde la adolescencia.
 
Clara Vidal es, en apariencia, una profesora adjunta de lenguas semíticas en la Universidad de Barcelona. Esta mujer en la treintena, de aspecto deportista y un poco andrógino, es una experta en artes marciales que lleva una vida corriente.
 
Sidi Abdelbaki, un tuareg argelino residente en Djanet, cumplió el servicio militar en Argel durante la guerra civil. Gracias a los tratos turbios que mantuvo tanto con los servicios secretos como con los grupos islamistas, logró salir indemne del conflicto.
 
Aziz Lansari también es un tuareg de Djanet, aunque su origen es humilde. Durante unos años trabajó en las prospecciones de petróleo; en la actualidad lo hace como guía turístico gracias a sus vastos conocimientos del desierto.
 
Foto: Terraza del hotel de Gametxo en donde cobró forma el argumento de la novela.

 

 

‘Disjecta membra’. Dramatis personae: Seth es Nocaut

nocautJamás olvidaré el día que crucé, con un nudo en la garganta, la puerta del gimnasio de Mancuso. Nada más entrar me topé con un corcho lleno de carteles con información sobre algunos eventos pugilísticos. En el angosto pasillo retumbaban los puñetazos como tambores de guerra. En mis oídos pugnaban el martilleo del miedo latiéndome en las sienes y la línea de bajos de un linchamiento colectivo. Poco me faltó para salir corriendo. Las paredes transpiraban. La atmósfera se iba haciendo más densa a cada paso que daba. Olía la fatiga, las respiraciones arrítmicas, la adrenalina. Al doblar el recodo que formaba el pasillo con la sala de entrenamiento, el sentido de la vista se sumó a la fiesta. Vi una docena de sacos colgando del techo: nueve estáticos, tres de ellos danzando al son de la batuta de unos directores de orquesta con guantes y calzones oscuros. Vi a dos negros sacudiéndose mutuamente en un cuadrilátero a nivel del suelo. Vi a un tipo con una espalda rectangular recibiendo instrucciones de un señor escuálido vestido de chándal y con el pelo cortado al cepillo. Pasaron unos segundos hasta que el delgaducho con pinta de sargento o monitor de los Boy Scouts se percató de mi presencia. Con los brazos en jarras y una voz rasposa como una lija, me espetó:
–¿Qué quieres, chaval?
Se hizo un silencio grave, funerario. Siete pares de ojos se clavaron en mí esperando una respuesta. Me costó despegar los labios como si mis labios fuesen de plomo. Por suerte, no tartamudeé ni me puse rojo. Y con el volumen con el que se habla en una biblioteca, contesté:
–Quiero aprender a boxear.
Una avalancha de carcajadas inundó la sala. Los que estaban dando caña a los sacos, dos latinos y un negro, interrumpieron su entrenamiento para reírse a pleno pulmón. Los dos negros que peleaban sobre la lona se doblaron de risa. El blanco tamaño bulldozer al que le estaban dando la clase particular fue el más comedido de los boxeadores: solo dejó escapar una media sonrisa. El único que no movió ni un músculo de la cara fue el soldado estirado y cincuentón que llevaba un chándal de color azul añil. La misma mirada asesina de desaprobación con la que me había saludado. El mismo mohín adusto de rechazo. Cuando estaba abriendo la boca para mandarme a tomar por el culo, un hombre bajito y rechoncho con pantalones de pana y una camisa a cuadros salió de una habitación al fondo del gimnasio. Mancuso. Los tres primeros botones de la camisa fuera de su ojal. El pecho: un jardín botánico de vello. Cóctel excéntrico: aura de literato y andares de paquidermo.
Mancuso, probablemente extrañado por el cese de la cadencia de golpes en su templo, preguntó:
–¿Qué pasa aquí?
Y Bennett, moderando una chispa su antipatía, dijo:
–Este muchacho. Que viene a aprender a boxear.
Mancuso miró en derredor sin verme. Yo, con mi uno ochenta y ocho de altura y mis ochenta y pico kilos de peso de aquella época, me sentí como una hormiga en la sabana rodeada de rinocerontes. Una miniatura suplicando para que la mirasen con lupa. Segundos después recuperé un poco la autoestima porque noté que un saco y el corpachón del boxeador blanco me estaban tapando, interponiéndose entre Mancuso y yo. Mancuso se acercó a mí con sus pisadas de tiranosaurio. Bennett lo siguió cual perro olfateando el trasero de otro perro con un puesto más alto en la jerarquía canina. Juntos no tenían desperdicio. Bennett era espigado. Mancuso era un retaco. Bennett estaba raquítico. Mancuso estaba rollizo. Uno al lado del otro parecían un dúo cómico o una pareja esperpéntica. Stan Laurel y Oliver Hardy. Quijote y Sancho.
Mancuso se puso a mirarme con extrañeza como intentando averiguar un secreto o sonsacarme información. Bennett se quedó detrás de él en un segundo plano. Me fijé en que con trece años yo ya medía bastante más que Mancuso y pesaba bastante más que Bennett.
–¿A qué has venido, hijo? –disparó Mancuso a quemarropa.
–A que me enseñen a boxear. Ya se lo he dicho a su compañero –dije señalando a Bennett con la barbilla.
–¿Y no eres muy joven? –quiso saber Mancuso. Pese a mi envergadura, tenía cara y voz de niño.
–No, señor.
–Llámame Vinnie. ¿Y qué edad tienes?
–Voy a hacer catorce dentro de nada.
–Está bien.
–No, no está bien –rezongó Bennett–. Es un crío.
–¿A qué edad crees que se empieza en esto, Ernie?
–Ya, pero no es eso. Le falta un brazo.
–Ernie. –Mancuso fulminó a Bennett con la mirada.
–Si es que le falta un brazo, joder. ¿Cómo va a boxear así?
–No me toques los cojones, Ernie. Vuelve a lo tuyo con Keith.
Bennett se marchó protestando y haciendo aspavientos con las manos.
–Es de nacimiento, señor.
–Vinnie.
–Digo Vinnie.
–¿El qué es de nacimiento?
–Lo del brazo. Nací así.
–¿Y se meten contigo? –indagó Mancuso haciendo gala de sus dotes de adivino.
–A todas horas.
–¡Pero si eres una torre! Apabullarías a cualquiera.
–A nadie. Soy un cagueta.
–Y te gustaría darles una buena tunda, ¿verdad?
–Bueno…
–Esto no funciona así, hijo. Me refiero a que la finalidad del boxeo no es atizar a las personas fuera del ring. Es un deporte, y no un curso de defensa personal ni un instrumento para darles su propia medicina a los matones.
–Pero yo no quiero pegarlos.
–¿Qué quieres entonces?
Resoplé.
–Estar seguro de que no van a pegarme a mí.

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