Extracto del prólogo de Ben Clark al libro ‘Un llanto sobre el mar’, de Leighton

Los llamados War poets han ocupado una parte central en el ejercicio colectivo de recordar que la Primera Guerra Mundial ocurrió. Sus versos se recitan todos los años con la devoción de quienes musitan textos sagrados y hoy, un siglo después del Armisticio del 11 de noviembre de 1918, podemos afirmar que, contra todo pronóstico, no ha sido la narrativa ni la pintura ni el cine, sino el arte más breve y frágil, la palabra hecha poesía, lo que ha logrado y logra transportarnos al horror de las trincheras de las que ya ningún ser humano guarda el recuerdo. Así, difundir la poesía de la Gran Guerra —difundir the pity, que diría Owen— es hacer justicia a la memoria, al recuerdo de lo abominables que podemos llegar a ser los hombres —¿hubiera ocurrido la Gran Guerra en un mundo liderado por mujeres?— y significa, entre otras cosas, trabajar para que esto no pueda volver a ocurrir jamás. Son malos tiempos para una paz europea y nuestra principal amenaza es el olvido. Así, traducir la poesía de las trincheras tiene una función práctica, actual, indispensable, nos permite el acceso a las voces que vivieron el infierno y que nos suplican, con sus versos, que no dejemos que ocurra de nuevo. En este sentido quiero felicitar y agradecer a Paula Campos Fernández por su extraordinaria labor. Ahora que se acaba de editar en España Testamento de Juventud, creo que la lectura de la poesía de Roland Aubrey Leighton resultará fundamental para evitar que sea sólo un personaje dentro de un libro. Fue un joven con sueños, un joven enamorado, el hijo de dos escritores que escribía, a su vez, estupendamente. Roland era puro futuro y todo le fue arrebatado a los veinte años. Disfruten, pues, de sus versos y de la excelente traducción de Paula Campos Fernández, y dediquen un momento a pensar en el joven Roland para que no sea verdad aquella vieja consigna de Bécquer: ¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!
Ben Clark, del Prólogo de Un llanto en el mar.