Libros de Kepa Murua con El Desvelo Ediciones. (Foto: Raúl Fijo).
Suena el viento, él se dio la vuelta, y entonces sonaron los disparos. Cayó fulminado ante la sorpresa y el horror de un cliente que fue apartado unos segundos antes por el comando que irrumpió en la carrocería. Sonaron secos, como tres golpes de martillo en un yunque, como tres toques de plástico que perforan la roca, pero la sangre corre por detrás de la cabeza y Ceferino Peña queda tendido en el suelo frío del garaje ante los asombrados ojos de su hija que ni siquiera parpadea y mira a los jóvenes que dispararon a su padre. Al hombre que lo acompañaba le dijeron que se apartara; a él le preguntaron si era el propietario del taller y si tenía pasta carrocera que necesitaban para un coche averiado, aparcado cerca de la puerta, donde al volante ocultaba la cara con la mano uno del comando que controlaba con su mirada fija en el espejo retrovisor todo lo que pasaba en la curva. En el maletero el dueño del coche pudo escuchar los disparos secos.
Extracto de La carretera de la costa, de Kepa Murua.
Escribir era extraño cuando la violencia lo contaminaba todo. Las noches eran largas, el ruido de las sirenas de la policía era ensordecedor. Se vivían como normales las batallas campales y los heridos y asesinatos parecían que no tenían nombre, sino que pertenecían a una estadística que se leía sin más.
Vivíamos en el infierno, pero no lo sabíamos. Respirábamos para dentro y solo escuchábamos los gritos cuando ya no había remedio. Y luego, como un armisticio tácito, llegaba un silencio que lo envolvía todo, incluso la escritura, que te hacía cuestionarte para qué escribir si nadie podía escuchar más allá de unos pocos metros. Sin embargo, era necesario hacerlo para que no nos acallara ese mismo silencio que nos tapaba los ojos y nos paralizaba el corazón.
Fueron años de sospecha, de incomprensión, de bandos con nombres y apellidos, de fronteras entre identidades colectivas, y sin una personalidad individual que se abriera al mundo. Las palabras parecían contaminadas, las frases iban entrecomilladas, la memoria se perdía en la noche de los tiempos.
Para un poeta como yo que nació en una familia vasca, escribir era toda una declaración de intenciones. Te preguntaban por qué lo hacías. Y fue duro porque en medio de una subsistencia radical donde debías tener los ojos abiertos, tenías que explicar lo que hacías mientras intentabas explicar mediante la literatura lo que sucedía. Fue duro porque los ciudadanos tenían miedo y no se atrevían a decir en público lo que pensaban en privado. Fue duro porque nos sentíamos aislados por una sociedad que miraba a otro lado y porque sentíamos el desprecio de unas instituciones que nos ninguneaban cuando hablábamos de la necesidad de articular palabras como “paz”, “convivencia” y algunas más que defendíamos como “amor” y “vida” ante tanto desánimo que se colaba, sin poder evitarlo, en nuestra escritura.
En mi caso, creo que me salvaron las palabras. Yo podría haber sido uno más; sin embargo, la educación que tuve y la lectura de libros, e incluso, la soledad, modelaron mi rechazo a la violencia “venga de donde venga”, tal como se decía en aquellos años y que ahora soy incapaz de olvidar. Esos días grises, con sabor a plomo, me llevaron a escribir con una mirada diferente.
Había que enfrentarse a una mayoría que no era tan silenciosa como se cree. Pero mereció la pena. Ahora cuando escucho a algunos que no estuvieron, digamos que a la altura de las circunstancias, me da un poco de vergüenza ajena; sin embargo, como pienso que la vida es bella, no seré yo el que acuse a quien no deba, sino el que siga escribiendo porque, pese a la incomprensión, pese a la soledad, merece la pena hacerlo si hay algo con lo que no se esté de acuerdo y se piense, por último, que se ha de escribir algún día.
Rubén Alonso, de elDiario.es en su edición de Cantabria, acaba de publicar una entrevista a Kepa Murua, autor de ‘La carretera de la costa’, en la que habla de literatura, los ‘años de plomo’ del terrorismo y su visión de la sociedad vasca. Os dejamos la entrevista íntegra aunque también la podéis leer aquí:
En 1980, ETA asesinó “por error” a Ceferino Peña delante de su hija de corta edad. Eran los ‘años de plomo’ del terrorismo vasco, un periodo convulso que ha servido de materia narrativa al escritor zarauztarra Kepa Murua para escribir ‘La carretera de la costa’, publicada por la editorial cántabra El Desvelo este año. Entre los recuerdos personales y los de la violencia de una sociedad, Murua, exeditor y escritor en castellano, se muestra convencido de que el silencio sobre lo que ocurrió es un volcán larvado en la sociedad vasca.
‘La carretera de la costa’ es una reflexión sobre un hecho trágico, como fue el asesinato de Ceferino Peña, una muerte “por error”, según anunció ETA. ¿Por qué la figura de Ceferino y el transfondo de ETA para su novela?
De joven, en los meses de verano, solía ir a trabajar con mi padre a Arrona y nos recorríamos la carretera de la costa que va de Zarauz a Zumaya; allí fue asesinado Ceferino Peña por un comando de ETA. A las semanas, la organización pidió perdón porque se trataba de un “error”, definió lo sucedido como un caso típico de los daños colaterales de un conflicto armado. La terminología en estas conversaciones se apoyaba en un cambio de las palabras y las expresiones que conducían a la comunicación a un terreno que no me convencía. Si fallan las palabras, lo más seguro es que falle todo. La muerte de Ceferino Peña me marcó porque lo asesinaron a unos pasos del lugar donde trabajaba con mi padre. Cada asesinato era trágico, pero la figura de Ceferino Peña y el paisaje de la costa quedaron en mi memoria hasta que en la madurez escribí la novela.
El asesinato de Peña se hizo delante de los ojos de su hija. ¿La conoce usted? ¿Ha entablado contacto con la familia antes o después de publicarla?
Cuando escribí la novela, aun siendo una figura importante en sus páginas, no la conocía. Pero cuando la acabé, antes de mostrársela a un editor, pensé en conocerla para que la leyera y me dijera si le parecía bien no solo lo que había escrito sino su posible publicación. Un amigo de la juventud nos puso en contacto, fue un encuentro emotivo, ella leyó el manuscrito y me dijo que le gustó mucho. Hemos mantenido cierto contacto, pero ese primer encuentro fue liberador para mí. Su aceptación me llevó a apostar por el primer borrador. Finalmente eliminé algunas páginas donde precisamente hablaba ella, Cristina Peña.
¿Qué comentarios le transmiten los lectores?
Ellos afirman que es un texto con matices que no se ven en otras novelas sobre los ‘años de plomo’ del País Vasco. Algunos lectores definen a la voz narrativa como una voz tierna o cercana. Me gusta mucho lo que me escribe José Félix Martínez, desde Getxo: “La carretera de la costa me ha parecido una novela intensa y minuciosa, como la manecilla de un reloj que señala un tiempo largo. Una exploración psicológica y sociológica de momentos que, en mi caso, son muy reconocibles. Por lo cual la he leído de dos tiradas con avidez, como una pieza que sirve para mirar a un punto con más precisión”. Los lectores de mi generación son los que se atreven a contar y repasar los hechos que se narran en la novela.
Escribir sobre ETA y ser vasco no parece tarea fácil. La organización no hace tantos años que se disolvió y muchos de sus integrantes viven, así como su base social. ¿Ha tenido miedo al escribirla?
Me siento libre cuando escribo. Ya en la década de los noventa publiqué poemas y piezas sobre este mundo sectario y trágico donde se normalizaba lo que nunca debió ser normal.
¿Cree que la situación en el País Vasco se está normalizando y da pie a hablar y escribir sobre ETA?
Parece que lo que pasó fue hace mucho tiempo, imagino que no es un recuerdo agradable; por eso mismo siento que todo es como una página de la historia reciente que todos quieren pasar rápido.
¿Puede existir perdón sin pena?
El problema del perdón es su nivel de compromiso o de aceptación. Existen el perdón individual y el colectivo. En el primer caso, salvo excepciones, no creo que los pistoleros de ETA sientan que han de pedir perdón, pues muchos de ellos justifican sus hechos con palabras hechas a su medida. En cuanto al perdón colectivo, tardará su tiempo, pero llegará. Quiero pensar que un análisis histórico nos llevará a este planteamiento. En cuanto a las penas, considero que es una cuestión que compete a los jueces. En ‘La carretera de la costa’, el narrador reflexiona sobre la conciencia que rodea al perdón, pero no juzga.
El problema del perdón es su nivel de compromiso. Existen el perdón individual y el colectivo. En el primer caso, no creo que los pistoleros de ETA sientan que han de pedir perdón. En cuanto al perdón colectivo, tardará su tiempo, pero llegará
Los protagonistas de su novela, incluido el autor del crimen, acaban torturados por el pasado. ¿De qué sirvieron tantas décadas de sufrimiento?
Para reconocer que con la violencia no se consigue nada provechoso. Recuerdo una de aquellas frases que se decía: “cuanto peor, mejor”. Vivíamos en una sociedad enferma, incapaz de reflexionar en calma, con tesis e ideas absurdas como esa, con mucho dolor y sufrimiento.
Usted traza un paralelismo entre la violencia en el País Vasco y la de Colombia. ¿Puede explicar este nexo?
Viví un tiempo en Colombia y cuando conocí su historia me sorprendió saber que era un país violento desde mediados del siglo XX: el balance de muertos, desaparecidos y desplazados es demoledor, mucho mayor que el que pudiera imaginar uno. Más allá del drama que supone la guerra o el terrorismo, si comparaba la violencia de Colombia con la de Euskadi, se podía pensar que en el País Vasco estábamos ante una violencia doméstica. El narrador se sirve de esta comparación para reparar en la violencia y su influencia en paisajes diferentes.
Si el terrorismo fuera una enfermedad social, ¿en qué estado se encontraría el paciente vasco?
Fue un exceso de enojo, hostilidad y violencia que se nos fue de las manos. Hoy, además, tras la pandemia, el paciente vasco está aturdido, con una incapacidad para superar el estrés de la vida diaria y con problemas para comprender las situaciones, tanto en el pasado reciente como en el presente. Los ciudadanos vascos no hemos hablado de lo que nos ha pasado y hemos guardado las emociones en un interior que puede ser un refugio, pero que en el fondo es un volcán que podría explotar.
Usted fue primero editor y luego escritor en castellano. ¿Se ha sentido como un bicho raro en una cultura tan institucionalmente euskerizada?
Es una rareza que me persigue: fui un poeta metido a editor, soy un escritor vasco que escribe en castellano. No soy reconocido en el País Vasco donde no se me invita a ninguna actividad; tampoco lo hacen en España. Vivo en medio de estas dos orillas en una nada desplazada.
Usted es un escritor de culto. ¿Le gustaría tener más ventas que prestigio? ¿No hay un término medio en el mundo de la literatura?
El prestigio no me permite pagar las facturas, pero me genera problemas que me fastidian mucho. Las llamadas que recibo son para que realice trabajos que no son remunerados. Una verdad del mundo de la literatura desde los tiempos de Sábato o Borges es que los buenos libros son minoritarios y que los autores celebrados, salvo raras excepciones, no son buenos. La locura es otra: creerse lo que no se es, hablar de lo que no se sabe, perseverar en un oficio que no da muchos dividendos, insistir en una vocación que queremos convertir en un oficio.
La pandemia de la COVID-19 está cambiando muchos hábitos de consumo y culturales. ¿Cómo asiste a este escenario?
He observado una exhibición excesiva en las redes del mundo de la cultura y en el escenario se nota un trabajo acelerado, sin poso.
Que desaparezcan en apenas unas semanas en torno a 40.000 personas parece haberse asumido con normalidad en nuestros días. ¿Es así?
Es un dato que me confunde y entristece. Hace tiempo que dejé de escuchar la radio porque notaba que con tanta mala noticia crecía en mí una rabia que tampoco era normal. Mi decepción por los líderes es grande.
¿Qué tiene entre manos ahora?
Terminé un ciclo de novelas con el título de ‘El escuchador’. He cerrado un poemario con una visión mística, se titula ‘Dónde’. Por lo demás, busco un editor que quiera publicar mis memorias. Puede que no sea el mejor momento para pensar en un profesional que confíe en mí; sin embargo, persevero. La niebla puede desaparecer en cualquier momento.
Proseguimos con un nuevo descarte de la novela ‘La carretera de la costa’, en el que el autor, Kepa Murua, narra en primera persona los pensamientos de Korta, el asesino de Ceferino Peña, al que ETA mató ‘por error’.
CONFESIONES DE UN ASESINO
“No delaté a nadie. Se podrán decir muchas cosas de mí, pero no fui un chivato. Yo, en todo lo que hice fui de frente. De joven pensaba que teníamos que ayudar a aquellos que luchaban por la independencia. Una vez en ETA, los días pasaron sin darme cuenta de lo que hacíamos. Dentro de la organización las cosas se veían de una única manera, separadas del resto. El daño causado queda para siempre: fue por las prisas, por la confianza, los datos que nos pasaron eran ambiguos, pero agradezco que mis compañeros se tomaran el asunto en serio y que hicieran público el error cometido. Los ojos de la niña me persiguieron desde el último disparo. Huimos a la carrera, no pensé en el tiro de gracia, sabía que estaba muerto. Si me cogían sabía lo que me esperaba, pero tardé un tiempo, segundos interminables dijeron mis compañeros, en llegar al coche que me esperaba con el motor encendido. Al principio dijeron que era un niño, pero yo sabía que era una niña. Supe que era su hija.
Desde entonces nada fue igual. Lo mío fue una huida de todos: de ETA, de mis compañeros, de mí mismo, y sobre todo de una niña que no sé de dónde salió, pero que allí estaba. Casi todas las noches me desvelaba, la veía delante de mí; nunca antes, ni siquiera con lo que pudiera haber hecho con la pistola o las bombas que pusimos, pensé en el daño causado. Me podía la rabia, el odio a la policía que me inculcaron desde joven y la lucha de tantos que entregaron lo mejor de sus vidas para conseguir unos fines. Si dudaba, ya estaban los compañeros para que los siguieras sin que perdieras el tiempo. Si me pasaba alguna vez cuando estaba solo pensaba que debía seguir por la memoria de los militantes muertos en enfrentamientos con la policía y por los compañeros que aún quedaban presos en las cárceles. La guerra perdida de los padres quedaba lejos, nosotros éramos más auténticos: íbamos de frente y no teníamos miedo. Pero ahora comprendo que las justificaciones surgen solas y mientras tu vida corre peligro no tienes un momento para pensar en otras cosas que no sean las que te comprometen solo a ti o a tu entorno. Pero una vez que necesitas respirar al aire libre y marcas las distancias ante los que te vigilan, ya no puedes ser el mismo. Ya no puedes ser aquel que eras ni creer de lleno en lo que creías. En Francia no estuve bien, tuve fiebre y me temblaba el pulso, no me concentraba, ellos lo notaban, estaba ausente, y alguna vez me negué a cruzar de nuevo la frontera. Si lo hacía iba a matar y a morir al mismo tiempo. Menos mal que me di cuenta. En 1981 ya estaba quemado, la policía me perseguía y yo me quedaba en una casa a las afueras, sin hacer nada, mientras a todas horas pensaba en irme lejos. Cuando me vi en un escaparate, en una vitrina de las tiendas del D.F., me noté viejo. Iba sin red, vivía en la calle, sin recursos. Y sin amigos que te cubran las espaldas, tarde o temprano te pillan. Llevaba documentos falsos, esperaba con inquietud el momento. Mi vergüenza me impedía volver sobre mis pasos y pedir ayuda. Estaba solo, desde que dejé a mis compañeros siempre lo estuve, solo en ese tiempo de pobreza y de miseria, encontré algunos momentos de calma. De día deambulaba de un lugar a otro y por la tarde me refugiaba en las iglesias o descansaba en los parques. De noche era otra cosa, pocas veces pude dormir con tranquilidad. La calle en D.F. impone su dureza a todas horas, pero en mi caso era diferente: en la oscuridad sentía la presencia de aquellos ojos –no sé de dónde salió la hija– y recordaba el error cometido, una y otra vez, hasta volver a repasar toda la vida. Cuando la mía no valió nada, cuando toqué fondo, tuve que pedir limosna para comer, me acostumbré a beber más de la cuenta, lo que me cayera encima, y a comer lo que encontrara en el camino, solo para poder descansar a solas y calentar mi alma y mi cuerpo día tras día.
No fue una buena idea, de todo eso me di cuenta tras los barrotes. Hace mucho frío en la cárcel, pero es un frío distinto. Me vino bien compartir la celda, con mi compañero pude sacar lo que llevo dentro y el colchón viejo, además, es mejor que el suelo duro y sucio. Tantas horas sin hacer nada en la cárcel me sirvieron para aquietar la mente. La tregua de ETA la viví sin más, en el talego los días pasan sin que se haga nada especial. En aquellas calles caminaba de un lado a otro, buscaba un lugar apartado para envolverme en la manta y esperaba a que mis ojos abiertos vieran el cielo blanco y azul que anunciaba el nuevo día. Aunque no como antes, pero aún pasa que esos ojos vuelven; ojalá ella haya crecido sin recordar los míos. Creo que podrían ser los mismos, solo que yo ya no veo como antes y tengo que usar gafas. Cuando salga iré al oculista. No sé si en la calle tendré algo que reprocharme, quizá que todo eso que hicimos no sirvió para nada. Tampoco habrá nada que destacar entre las pertenencias de mi bolsa. La mochila en México no era grande, tenía las cosas imprescindibles para sobrevivir. Solo unas pocas personas me esperarán fuera. No espero más. Puede que cuando el coche pise Euskadi vea el verde de las montañas y el cielo azul, tan distinto al de la cárcel de Valladolid, tan diferente al de D.F, y en ese momento sienta que la vida me da una nueva oportunidad y que me ofrece, aún con todo lo que hice, algo así como una bienvenida. En un segundo se recuerdan muchas cosas, pero es difícil explicar en unas pocas frases todo lo que tiene el instante que uno ha soñado tantas veces. Me gustaría que me llevaran por la carretera de la costa, podrían volverme de golpe esos ojos que me impidieron dormir durante tanto tiempo, pero sé que miraría al mar con tranquilidad. Todos necesitamos de paz para seguir viviendo. No me escondo, para qué, entre rejas espero que pase el tiempo. Hice daño y causé un dolor que un día también se adueñó de mí, hasta llegué a pensar que nada tenía importancia. Lo siento en el alma, quizá debería haber sabido que todo por lo que luché se podía haber luchado de otra manera. Muchas veces he pensado en pedir perdón, pero no sé cómo dar con ella y tampoco sé si tendré fuerzas para enfrentarme a sus ojos. Nunca delaté a nadie y he recuperado mi nombre verdadero, aunque me cueste pronunciarlo. Me llamaron por otros, pero este no lo quiero cambiar; tampoco puedo cambiar lo que hice. Pero nunca delaté a nadie, lo único que confesé nada más bajar esposado del avión y pisar tierra española fue la verdad que nunca pude olvidar y que me condenaba solo a mí ante ese juez y los demás. He pagado por todo aquello, aún pago; he matado, sí, y si alguien aún no se ha perdonado del todo, ese soy yo. Esa es mi condena. Por eso mismo no volveré a Arrona. No soy uno de esos que vuelve a la escena del crimen. Lo mío es un error que me ha perseguido siempre, una equivocación que hizo que pasara hambre y que perdiera la cabeza. Que ETA lo asumiera como suyo no me dio ningún respiro ni me causó un alivio. Pero ya no huyo, y eso, ya es mucho.”
La génesis de #lacarreteradelacosta llevó a descartar unos fragmentos finales de la obra de #kepamurua, que ahora recogemos en nuestro blog por su especial interés. En el que lleva por epígrafe ‘Confesiones de una hija’ se lee el testimonio dramatizado por el autor de la hija de Ceferino Peña, aquel a que ETA mató ‘por error’ y que es el protagonista elidido de la obra, junto con la propia violencia de los Años de Plomo y una carretera entre Zarauz y Guetaria que contiene tanta belleza como tragedia.
“Mi padre trabajaba la familia y cuando lo mataron quedamos solas mi madre y yo; yo, con muy pocos años. La ama me contó que durante un tiempo me quedé callada. Nunca he querido hablar de ello, pero tampoco he querido perder la alegría ni dejar que la rabia nos comiera por dentro. Mi padre nos enseñó que las personas deben prescindir del odio para superar cualquier dolor en la vida y ser felices algún día. Al principio, con toda la pena del mundo encima, no quisimos movernos de Arrona, de la parte de abajo, en la que él estaba presente. Unos años más tarde nos mudamos a Zarautz, donde hacemos una vida normal y la gente no sabe nada de lo que vivimos en el pasado. Pero desde que hace un año el pueblo de Arrona saldó la deuda que tenía con el aita estamos más tranquilas. Después de treinta y seis años, hoy es el día que junto a su amigo Joxe Mari Korta –son las casualidades que se dan con los nombres de este pueblo–, que fue asesinado con una bomba que le explotó al otro lado de la ría, por Bedua, se le recuerda con un monolito en el Rincón de la Memoria. Vivíamos en un pueblo donde nos conocíamos todos, pero que también tiene su historia. En ese rincón, un jardín con flores que cobija un árbol grande, se recuerda a los presos republicanos que tras la Guerra Civil estuvieron en un batallón de trabajadores que se ubicó en una casa cercana. Arrona, aunque es un barrio de Zestoa, tiene vida propia. Y eso era lo que mi padre tenía, mucha vida, hasta que murió con cuarenta años, muy joven; yo misma cumplí ya esos años. De niña no entendía lo que nos había pasado. Cuando fui haciéndome mayor, con cada asesinato que escuchaba en la televisión u oíamos en la radio, volvían las pesadillas. Cosas así no debían de ocurrirle a nadie. Nos tocó a nosotras: si me voy para atrás en el tiempo, puedo recordar el ruido, como si fueran unos petardos, una ráfaga de aire con un extraño olor que entró de golpe en la carrocería, y un hombre, que me pareció muy alto, que no dejaba de mirarme y que intentaba guardar una pistola bajo el brazo. Creo que no sentí miedo, lo que sentí fue algo inexplicable, una pena inmensa que no sabría cómo. Sé que podría mirar a otro lado, alguna vez he pensado que lo hice; y también he llegado a dudar de si nuestra conducta fue la apropiada. Pero si no viviera en el presente y no mirara para adelante, sé también que lo estaríamos traicionando. Quedarme en el odio no es lo que me hubiera enseñado mi padre: nunca lo hice, ni siquiera cuando volvía a Arrona y pasaba por la carrocería en la que trabajaba. En cuanto a la historia que nos ha tocado, pienso que la paz es un bien sagrado que pertenece a todos. Es lo que les digo a mis alumnos cuando doy clase; ellos no saben quién fue mi padre, pero me gustaría que vivieran sin resentimientos. Es una lección que me costó aprender: todos los días se ha de vivir sin odio. Superar la rabia nos permitió olvidarnos de la tristeza de una madre y de una hija que saben, aunque no lo puedan creer del todo, especialmente los primeros días, que el hombre de la casa, el marido, el padre, no volverá a tocar el timbre ni abrir la puerta con su llave. Para que no vuelva a ocurrir, todos debemos seguir por un camino parecido. Solo que cada dieciséis de mayo su recuerdo vuelve con la misma intensidad que al principio; antes celebrábamos los actos en familia, en la intimidad, pero hoy es el día en que estamos satisfechas de que su historia sea conocida por los vecinos. Arrona es un pueblo tranquilo, no tiene la playa de Zarautz, pero el verde del monte se mete en las calles, toca las casas, y la gente se conoce desde hace mucho tiempo. Al principio mi madre pensó que irnos era traicionar su memoria y volver a matarlo de otra forma, pero pasado un tiempo, cuando ella se sintió sola y sin fuerzas para pasear por los lugares donde había sido feliz con su marido, decidió que lo mejor era que nos fuéramos a otro lugar, donde no nos conociera nadie, para que yo pudiera empezar de cero. Mi madre dice que solo tenía ojos para mí y que era un buen hombre, cariñoso, muy trabajador, sano, honesto, amigo de sus amigos, amante de la montaña. Le gustaba recoger setas, tomarse un vino con alguno de sus vecinos, bailar con ella en las fiestas, y si no estaba silbando, ella me decía que podías oírle cantar a menudo. Para cada cliente que cruzaba la puerta del taller tenía una sonrisa y una palabra de ánimo en sus labios para aquel que lo necesitara. Con cada fotografía suya que me mostraba, cuando las lágrimas no le saltaban por la cara, salían los recuerdos más hermosos. Mi madre insiste que no hay una en la que se le vea enfadado. Me gusta su nombre, para nosotros es parte de la familia, Ceferino. Fue mi padre quien eligió el mío. Por si no lo dije, me llamo Kristina, Kristina Peña, y estoy orgullosa de ser su hija. Me quiso por encima de todo y aunque ha pasado tiempo desde que se nos fue, para mí fue y sigue siendo mi padre. El dolor sentido nos volvió tristes, pero también nos hizo fuertes. Durante años estuvimos calladas, hablábamos solo entre nosotras, y a menudo, durante mucho tiempo, ni siquiera eso. Hoy lo hacemos con más libertad. Como a él, me gusta la música, y cuando canto soy feliz porque siento que no lo olvido. No le pude conocer como me hubiera gustado; esa podría ser una de las razones que me han llevado a negarme a hablar de lo sucedido. Solo tenía tres años cuando me fijé en los ojos de aquel hombre que lo mató. Dijeron que fue un error, pero nunca he querido saber lo que pensaba su asesino. Lo que sí me pregunto es si él me oye cuando toco la trikitixa1 por ejemplo. O si su muerte, como la de tantos otros, tiene una razón invisible en esta historia que es nuestra vida tantas veces en silencio. Cuando el recuerdo se hace intenso, vuelvo a Arrona, y me pierdo por algún lugar que sé que le gustaba especialmente. Lo hago andando, despacio, sin prisa. En coche, por la carretera de la costa, se tarda una media hora en llegar hasta allí. El regreso suelo hacerlo por el mismo camino. Evito pasar por Meagas, nunca voy más allá de Zumaya, nunca hasta Deba, no sé por qué, pero ese trayecto me da un poco de miedo. A él le gustaba conducir, probaba la puesta a punto de los coches que debía entregar a sus clientes por esa carretera. Decía que, con el mar a su lado, era la más bonita del mundo.“
Escribir era extraño cuando la violencia lo contaminaba todo. Las noches eran largas, el ruido de las sirenas de la policía era ensordecedor. Se vivían como normales las batallas campales y los heridos y asesinatos parecían que no tenían nombre, sino que pertenecían a una estadística que se leía sin más. Vivíamos en el infierno, pero no lo sabíamos. Respirábamos para dentro y solo escuchábamos los gritos cuando ya no había remedio. Y luego, como un armisticio tácito, llegaba un silencio que lo envolvía todo, incluso la escritura, que te hacía cuestionarte para qué escribir si nadie podía escuchar más allá de unos pocos metros. Sin embargo, era necesario hacerlo para que no nos acallara ese mismo silencio que nos tapaba los ojos y nos paralizaba el corazón. Fueron años de sospecha, de incomprensión, de bandos con nombres y apellidos, de fronteras entre identidades colectivas, y sin una personalidad individual que se abriera al mundo. Las palabras parecían contaminadas, las frases iban entrecomilladas, la memoria se perdía en la noche de los tiempos. Para un poeta como yo que nació en una familia vasca, escribir era toda una declaración de intenciones. Te preguntaban por qué lo hacías. Y fue duro porque en medio de una subsistencia radical donde debías tener los ojos abiertos, tenías que explicar lo que hacías mientras intentabas explicar mediante la literatura lo que sucedía. Fue duro porque los ciudadanos tenían miedo y no se atrevían a decir en público lo que pensaban en privado. Fue duro porque nos sentíamos aislados por una sociedad que miraba a otro lado y porque sentíamos el desprecio de unas instituciones que nos ninguneaban cuando hablábamos de la necesidad de articular palabras como “paz”, “convivencia” y algunas más que defendíamos como “amor” y “vida” ante tanto desánimo que se colaba, sin poder evitarlo, en nuestra escritura. En mi caso, creo que me salvaron las palabras. Yo podría haber sido uno más; sin embargo, la educación que tuve y la lectura de libros, e incluso, la soledad, modelaron mi rechazo a la violencia “venga de donde venga”, tal como se decía en aquellos años y que ahora soy incapaz de olvidar. Esos días grises, con sabor a plomo, me llevaron a escribir con una mirada diferente. Había que enfrentarse a una mayoría que no era tan silenciosa como se cree. Pero mereció la pena. Ahora cuando escucho a algunos que no estuvieron, digamos que a la altura de las circunstancias, me da un poco de vergüenza ajena; sin embargo, como pienso que la vida es bella, no seré yo el que acuse a quien no deba, sino el que siga escribiendo porque, pese a la incomprensión, pese a la soledad, merece la pena hacerlo si hay algo con lo que no se esté de acuerdo y se piense, por último, que se ha de escribir algún día.
Álex Oviedo, autor de la novela ambientada en el terrorismo vasco, lee un fragmento de su obra. Andrés, un joven a punto de quedarse sin subsidio por desempleo, mata de tres tiros a un miembro de la izquierda abertzale en una manifestación. Estamos a comienzos del siglo XXI y el asesinato remueve los cimientos sociopolíticos del país. El caso pasa a manos de Vidal, inspector de la Unidad Antiterrorista de la Ertzaintza, cuya vida ha dado un vuelco tras la marcha de su pareja. Ausentes del cielo es la historia de dos amores insatisfechos: el de Andrés, incapaz de mostrar sus sentimientos hacia Puri, y el de Vidal, enamorado aún de Nuria, a quien dejó escapar por culpa de su trabajo. Dos hombres unidos por la investigación de un crimen y por su insatisfacción vital.