ANSIÁBAMOS LA LUZ DE LAS CIUDADES, sus destellos más íntimos a la caída de la tarde como minúsculos cristales esmerilados que dejaban tan solo ver las formas. Nos creímos gigantes a esa escala en la que se miden las latitudes más extrañas de los mapas. Bastaba con atrapar la tibieza con que un dedo acaricia el cuenco de la mano. Yo sigo el zigzagueo con los ojos, sin perder el trazo del símbolo infinito que me dibujas. Dormimos al raso de los sueños bajo un cielo que muestra lo que aún no ha acontecido. Tú te muerdes los labios de la misma forma en que seduces. Yo veo las palabras consumidas en mi cabeza, mientras cae la luz sobre tus ojos y es fácil rendirse al embrujo con que precipitan el crepúsculo.
COMO SI NADA TRATAS LA MATERIA DEL TEMBLOR. La vistes a tu antojo moldeando sus formas y exhibes la alquimia con que mudas los tiempos que encierran los espejos. Te nombro aquí, frente a un paisaje que no puede durar más allá de lo que somos, dos seres que proyectan un mismo deseo y caminan ciegos en medio de la persistencia de la niebla. Puedes decir que existe un lugar reservado a quienes al igual que yo, nunca se rinden. Pero ese lugar está más adelante y el paso del tiempo unge la extrema unción sobre la frente coronada por el frío. Si te acercas lo suficiente me verás latir la piel, notarás su respiración como una sábana bombeada por el levante. Llueve sobre tu playa en el invierno, a los pies de la cama donde te vi volar como el pájaro libre que debiste ser siempre.
HE VENIDO A VIVIR A UNA CIUDAD que tiene la medida de un bosque. He traído las nubes desde lejos y plantado las semillas en una tierra que fuera heredera del primer paraíso. La mía bien pudiera ser la historia de cualquiera, con sus verdades a medias, sus luces y sus sombras, reveladas en la iluminación última de la tarde. En ella no caben los idiomas que trenzan las palabras, y no soy más que aquella que ha elegido para la contemplación un espejo de agua.